El Ataque de la Harusdra

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La fiebre de Gonzalo cedió a las once de la mañana, pese a ello, Leticia no dejó de asistirlo.

Israel se recostó de la pared, contemplando a su sobrino, mientras su esposa retiraba definitivamente el paño de la frente del joven. En ella tenía marcado el Sello de Ignis Fatuus en un azul rey intenso. 

Leticia puso su dedo índice sobre el borde del Sello. Fue inevitable quemarse en cuanto entró en contacto con la marca de Gonzalo. Miró con preocupación a Israel.

—¿Qué sucede? —preguntó, acercándose a la cama.

—Su cuerpo está bien, ya no hay rastros de la fiebre. Sin embargo, el Sello está tan ardiente que es imposible tocarlo.

—Debemos esperar a que despierte, Leticia. Necesitamos saber si el Sello no elevará la temperatura, que no le está haciendo más daño.

—Creo que deberías llamar a Ismael.

—No quiero preocupar a mi hermano. Aún no. Gonzalo es nuestra responsabilidad.

—Sí, pero ellos son sus padres.

No habían terminado su conversación cuando Gonzalo se levantó sobresaltado. Sentado, con el torso desnudo, miró a ambos lados de la habitación, se sentía perdido. Su rostro exhibía turbación, su respiración entrecortada, obligaba a sus pulmones a trabajar con brusquedad. 

Leticia e Israel vieron con asombro como la silueta del Sello iba cambiando de azul a amarillo, de amarillo a naranja, de naranja a un rosa intenso, tono con el que desapareció camuflándose con su piel. Gonzalo recogió sus piernas, llevándose las manos a los ojos para frotarlos varias veces. Aquello no era un sueño: Podía ver el Sello de sus tíos revelarse, Sellos cobrizos, color del Populo.

—¿Te sientes bien, hijo? —le preguntó Israel, tocando su frente para comprobar que la calentura del Sello había mermado.

—¿Qué me pasó? —Bastó preguntar para que su mente hiciera un recuento de lo que le había ocurrido.

Entró a su habitación después de cepillarse los dientes, se quitó el pantalón, colocándose el short cuando una punzada le atravesó la frente. Sintió una conmoción la cual sacudió toda su masa encefálica. Su cuerpo se debilitó, sintió que sus huesos ganaron el triple de peso en cuestión de segundos. 

No tenía control sobre sus músculos, aun así pudo sentarse en la cama. Se tocó la frente, terminando por tomar toda su cabeza entre sus manos, tenía la sensación de que aquel peso no le pertenecía.

Un escalofrío recorrió toda su columna vertebral, lanzándole al final un pinchazo en la médula. Cayó al suelo de rodillas por lo que tuvo que meter las palmas de sus manos para no desplomarse por completo. Su temperatura corporal comenzó a aumentar drásticamente, tenía la boca reseca, los labios le ardían. Se animó a gatear hasta la puerta de su habitación. Cada paso que daba era como si le clavaran miles de cuchillas en la piel, no tenía fuerzas ni para gritar.

Intentó levantarse un par de veces pero no pudo, ni siquiera estaba coordinando bien su cuerpo. Sabía que su Sello estaba ardiendo a temperaturas desorbitadas, pero más allá de la fiebre que comenzaba a apoderarse de su cuerpo, sentía como si la de su Sello no le perteneciera, y en su pesar agradecía que fuera así porque de lo contrario lo habría matado.

Porque si quiero, puedo matarte —recordó las palabras de su querida Amina. Con su última dosis de energía se puso en pie y salió al pasillo, dirigiéndose a la puerta de la habitación de su prima. 

Se recargó contra la puerta, tocando débilmente hasta que esta respondió. Y no supo más de él.

—Necesito ver a Amina —dijo, levantándose de la cama. Israel lo tomó con fuerza por el brazo, mas Gonzalo se zafó—. Debo verla.

La Maldición de ArdereWhere stories live. Discover now