Eoleoquinesis

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Marcela se aferró con fuerza a la franela de Dominick. Después de que su nieto apareció, lo vio correr hacia ella y todo se desvaneció a su alrededor. 

Cuando lo volvió a ver, él la protegía refugiándola en su pecho con fuerza, ella solo contempló una bola negra que ardía frente a ellos. No pudo observar nada más, y mientras este la mecía en sus brazos entendió que lo que su nieto había hecho estaba más allá de su comprensión. 

Pensó en su hija y en su esposo, ¡cuántas veces no había dudado de ellos! Hasta había llegado a creer que ambos estaban desquiciados. Ellos decían la verdad. Eran especiales y su Dominick no era un muchacho como los demás. Le acaba de salvar la vida.

Las gotas de lluvia comenzaban a duplicarse. Dominick se levantó ayudando a su abuela a ponerse de pie.

—¿Está bien?

Ella afirmó. Con una sonrisa le devolvió la confianza que había perdido, aun así no tuvo la fuerza suficiente como para ayudarle a levantar los enseres que se esparcieron, ni siquiera tenía una idea de cómo abordar el tema con su nieto. Pero, él no hizo ningún comentario.

Dominick cargó todas las bolsas. 

Bajo la suave lluvia, la mente del chico comenzó a divagar pensando en lo que hubiera pasado si no hubiese llegado a tiempo. ¿Qué fue aquel presentimiento? ¿Qué ocurrió? ¿De dónde salió aquella centella? Necesitaba respuesta, y sin que la idea le atrajera, los Aigner podían brindarle la información que él no tenía.

—¡Mi niño! —lo llamó su abuela, ya próximo al hogar—. No te he agradecido aún.

—Abuela no sabe que mal me siento por no haber ido a buscarla al automercado. De ahora en adelante, por favor, espéreme.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Aún no lo sé. Hay muchas cosas que no entiendo, pero sé que están ocurriendo.

—Quizá yo pueda ayudarte.

—¿Sabe algo de la Hermandad? —Su abuela lo miró extrañada. Nunca había escuchado esa palabra.

—Tengo algo que era de tu madre. Ella me pidió que te lo diera en el momento correcto. Pero nunca comprendí, hasta hoy, a qué se refería.

Dominick colocó las bolsas sobre el mesón, mientras su abuela se dirigía a su cuarto. Se sacudió el cabello, escuchando la copiosa e intensa lluvia. Marcela volvió con una cadena de plata, de eslabones finamente labrados. En ella había un dije, un Sol con una corona roja como la sangre, y una espada inclinada que la atravesaba.

La voz de Saskia retumbó en su cabeza: «¿Y en tu espalda? ¿Eso es un Sol coronado?». Tomó el dije que le daba su abuela. Recordó ver a su madre con aquel dije, pero era un recuerdo tan fugaz que más bien parecía una ilusión. Necesitaba estar solo. Dándole un beso a su abuela salió de la cocina, encerrándose en su habitación.

 Dándole un beso a su abuela salió de la cocina, encerrándose en su habitación

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La Maldición de ArdereWhere stories live. Discover now