Sin rastro

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El remordimiento de Ibrahim le hizo revolcarse en la cama. Se sentía culpable por no haber manejado con inteligencia todo lo acontecido. 

Imaginó enemigos donde no existían, dejó que sus absurdos celos lo dominaran hasta el punto de preferir ver a Aidan en brazos de Irina que en los de Maia. 

Lo traicionó, se traicionó. 

Por su culpa, no solo Rafael estaba muerto, la Primogénita de Ignis Fatuus lo había acompañado a la tumba.

Pero, entre todo lo acontecido fue la actitud de Aidan la que más lo tocó. Su voz no tenía vida, era como si le hubiesen arrancado toda su esencia, aun cuando este intentó ser lo más amable posible con Itzel.

También, acudió a su mente el rostro compungido de Gonzalo. Él no era un chico con malas intenciones, y en el fondo quería la unión de la Hermandad, mas su principal deber era cuidar y proteger a Maia, y eso se anteponía a su propia vida. Si Itzel lo hubiera dejado entrar al campo, hubiese acabado con todos, y Maia lo sabía, por lo que les previno.

—La nobleza de tu linaje solo te llevó al sacrificio —pensó—. Esta vez fue mi Clan quien les robó la alegría, y con ella se ha ido la de mi mejor amigo.

La trágica noche quedó atrás, había que retomar la vida, volver a los deberes e intentar descubrir dónde tenían a Maia

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La trágica noche quedó atrás, había que retomar la vida, volver a los deberes e intentar descubrir dónde tenían a Maia. 

Aidan no esperó a que el despertador sonara para saltar de la cama. Se aseó y se acomodó. Ni siquiera aguardaría a que el sol saliera para llegar al colegio. 

El corazón le latía con vehemencia. Necesitaba verla.

Salió al pasillo notando que la casa estaba en completa oscuridad, aun así, con su morral en la espalda, bajó hasta la cocina encontrando a su padre, el cual tomaba un vaso de leche.

—Bendición.

—Dios te bendiga. Pensé que te tomarías el día.

—Si sigo encerrado, enfermaré.

Le sonrió.

—Te haré unas arepas para desayunar. 

—Gracias, papá.

—¡Eso sí! Si te llegas a sentir mal o simplemente quieres volver a casa, por favor llámame.

Aidan asintió. Andrés colocó la masa en el Tostiarepa, por lo que él comenzó a rallar el queso. Eran las cinco y media, hora en que su abuelo acostumbraba a bajar para hacerse un poco de café. Andrés lo observó con ternura, colocando un vaso de leche al lado.

—¿Cómo dormiste?

—La verdad no lo hice. Pero tampoco tengo sueño.

—¿Tanto quieres verla? —Aidan asintió—. Hijo, si necesitas que te lleve solo dime.

La Maldición de ArdereWhere stories live. Discover now