No Llores, Mi Pequeño Dom

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La infancia de Dominick Díaz estuvo envuelta en un ambiente de felicidad, marcado por una crianza llena de dulzura y amor filial. 

El hogar donde pasó sus primeros años de vida estaba rodeado por una vasta vegetación, con jardines de flores aromáticas y clima fresco. 

Creció admirando a su padre Octavio, un alpinista reconocido, quien tuvo que retirarse debido a una lesión en la rodilla, lo que le llevó a dedicarse a la venta de accesorios deportivos. Su esfuerzo y sacrificio le permitió abrir varias sucursales por todo el país. Su madre, Helena, era maestra de profesión, sin embargo, desde su nacimiento se dedicó única y exclusivamente a la educación de su hijo y al cuidado del hogar.

Ambos lo mimaban y consentían mucho. Dominick irradiaba alegría y energía tras sus enormes ojos color café. Crecía sano y velozmente aprendiendo la importancia del respeto y el amor. Fue desarrollando habilidades y destrezas hacia los deportes con gran resistencia física. 

Era el orgullo de su padre, y el amor infinito de su madre que no pudo tener otro hijo, por lo cual educaba con amor al pequeño contándole historias y leyendas antes de dormir, para inculcarle sus costumbres y creencias familiares.

Cuando Dominick cumplió los diez años, un acontecimiento embargo de pena su hogar; su madre fue diagnosticada de cáncer estomacal. La enfermedad hizo grandes estragos en su cuerpo en corto tiempo. No lograba sostener ninguna comida y los tratamientos dejaban huellas en su rostro agotado por la exhausta lucha. El cuerpo de Helena se estaba debilitando aceleradamente. 

Octavio no pudo llevar bien la enfermedad de su esposa; la tristeza y la desesperanza se fueron apoderando, cada día, de su corazón. Aun así, no escatimó ningún esfuerzo, movilizando todo lo que estaba a su alcance para llevarla con los mejores especialistas, internándola en el más reconocido Oncológico, muy a pesar de que ella no estaba de acuerdo con todo eso.

Todo lo que veía el pequeño Dominick era desconocido y le causaba gran temor. Su abuela materna, Marcela, se encargaba de acompañarlo. Ella intentaba sosegar su propia tristeza dándole ánimos a su nieto. Lo llevaba a visitar a su mamá, sin el consentimiento de Octavio, el cual le riñó más de una vez por no obedecerlo, discusiones que terminaban en castigo para el pequeño Dom.

 Lo llevaba a visitar a su mamá, sin el consentimiento de Octavio, el cual le riñó más de una vez por no obedecerlo, discusiones que terminaban en castigo para el pequeño Dom

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El colegio era uno de los pocos lugares en lugares en los que Dominick se distraía. Tanto era el dolor y la tristeza que había en su hogar, que muchas veces era agobiante estar allí. Sin embargo, en los recreos no hacía más que llorar, escondiéndose detrás de las bancas del campo de fútbol como de costumbre. Así podía seguir fingiendo ante su padre, quien le había prohibido llorar en casa.

 —Nadie ha muerto y tú ya eres un hombre, Dominick. Deja de llorar como una niña —le repetía constantemente.

Un día, camino a su casa, se detuvo en un parque. Tenía tres días sin ver a su madre, necesitaba su presencia, sus caricias, escuchar el dulce sonido de su voz. Ese día, mientras escondía su rostro entre sus manos, una niña se acercó a él. Ella llevaba consigo su bastón blanco con el cual tanteaba el camino. 

La Maldición de ArdereWhere stories live. Discover now