Neutrinidad

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 —¿Estás segura de que quieres hacer esto?  

Maia asintió con una dulce sonrisa. Abrió la puerta sacando su pierna fuera del auto Peugeot. Cerró sus ojos para aspirar la caliente brisa que contrastaba con el aire acondicionado. Era la primera vez que vivía en una zona costera. 

No conocía la playa, por lo que no estaba acostumbrada a las asfixiantes temperaturas, a la calidez de las personas, al olor del mar y del dulce coco, ni a los protectores solares. Se llevó la mano a la cara, sintiéndola un tanto grasosa pero el olor a piña colada le hizo experimentar cierta seguridad sobre aquel ungüento que su madre le había colocado antes de salir de su casa, prometiéndole que la protegería del sol.

Se bajó del carro, cerró la puerta y dio un paso sintiendo la hierba de la acera penetrar tímidamente entre sus sandalias. Maia no medía más de un metro sesenta, era menuda, delgada, con un rostro angelical, ojos grandes, marrones cobrizos, de pestañas largas, mirada límpida e inmaculada, que podían transmitirle al mundo la sencillez de su alma, pero no le permitían ver. Había nacido ciega. 

Sus padres adoptivos hicieron hasta lo imposible por darle la esperanza de ver. Sin embargo, Maia no necesitaba de la visión, se sentía amada por quién era, lo suficientemente valorada como para valerse por sí misma, nunca había sentido lástima o compasión por su situación. 

No necesitaba ver más de lo que sus otros sentidos le mostraban, llenando su oscuridad de olores, sabores, sonidos, texturas, todos suyos, todos propios. En su mundo no existían defectos, errores, tristezas.

Aspiró con mayor fuerza, llenando como pudo sus pulmones que se negaban a recibir aquel aire caliente. Su cabello castaño que terminaba en unos bucles sueltos se movió grácilmente en cuanto comenzó a caminar. Contó, en su mente, los pasos que la llevarían a la escalera principal. No quería usar su bastón, la idea era no llamar la atención de sus compañeros. 

Era la primera vez que iba al colegio y quería dar una buena impresión. Subió los cinco escalones tomada de la baranda, aún frescas al tacto gracias a la sombra de los árboles de mangos. Dio los cuatro pasos en el descanso que la llevaron a los últimos escalones, y luego cinco pasos más para atravesar la puerta principal. 

«Cinco, cuatro, tres, cinco», había memorizado durante la semana.

Ante ella se abría un amplio pasillo, dio unos pasos más y descendió dos escalones. El lunes llevaría su bastón, en caso de que las cosas se complicaran. Caminó segura y cruzó a la derecha. Aún podía percibir el leve aroma de la pintura de aceite. La falda ligeramente se elevaba cada vez que cruzaba en una esquina. 

Inequívocamente, puso su mano en el pómulo de la puerta del que sería su salón. Sonrío abriéndola, para dar un paso al frente. 

Con sus dedos izquierdos acarició con suavidad el aire, y los tres escritorios que la llevaban hasta el que sería suyo. Corrió la silla y se sentó con sus manos entrelazadas, cerró sus ojos y dibujó en su rostro la más hermosa sonrisa. Estaba feliz. Sus padres le habían concedido su más añorado deseo: Estudiar en un colegio.

Ella comprendía su temor, pero les amó aún más cuando, por encima de su miedo, le buscaron un colegio donde estudiar, logrando concesiones para grabar las clases, y contratando a un docente particular que la ayudaría, en caso de que se perdiera en Matemática.

Ella comprendía su temor, pero les amó aún más cuando, por encima de su miedo, le buscaron un colegio donde estudiar, logrando concesiones para grabar las clases, y contratando a un docente particular que la ayudaría, en caso de que se perdiera en...

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La Maldición de ArdereWo Geschichten leben. Entdecke jetzt