La Maldición de Evengeline

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Salir de la casa sin Ignacio fue toda una hazaña para Maia. Ni siquiera el hecho de que Gonzalo se ofreciera a llevarla hizo que este desistiera de la idea de acompañarlos, así que el viaje al parque se hizo totalmente aburrido, con insinuaciones amorosas carentes de romanticismo y los sarcasmos poco brillantes de Gonzalo, lo que era una clara señal de lo desequilibrado que estaba por la presencia de su hermano. 

Maia descubrió que una de las ventajas de ir en carro con dos personas que no se soportan es que se llega al lugar deseado en menos tiempo.

La joven bajó del auto, y este arrancó repentinamente, haciéndole pensar en lo que ocurriría con sus primos, quizás había cometido un error al quedarse en el parque. La relación entre Zalo e Iñaki era tan intensa que podían llegar a matarse en cualquier momento, y eso sería lamentable porque los quería a ambos, de formas y grados muy distintos. 

Los necesitaba de la misma manera.

Extendió su bastón, palpó su reloj, eran la una, y sonrió tanteando el camino de arena. 

Por un momento, se preocupó por llevar vestido, con un pantalón le sería más cómodo sentarse en la grama, de lo contrario tendría que hacerlo en uno de los bancos y eso, probablemente, rompería con la armonía del grupo. 

Sus pensamientos seguían divagando en el futuro inmediato cuando fueron interrumpidos por una mano suave, rugosa, un tanto fría y grande.

—Señorita Maia —dijo el anciano—. Soy Rafael, el abuelo de Aidan. ¿Me recuerda? Necesito hablar con usted.

Maia se paralizó. La última persona que pensaba encontrarse en aquel parque era al abuelo de Aidan. 

Por su mente atravesaron una serie de argumentos explicando el motivo de su presencia en el parque desde un terrible accidente hasta... la verdad, era incapaz de imaginarse algo bueno; si el abuelo estaba allí era porque Aidan había tenido un problema.

—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó, palideciendo.

Sus manos se mostraron sudorosas y sus labios temblaron levemente.

—¡No! No, no se preocupe. Aodh está bien. —Ella sonrió al escuchar la ternura y la acentuación que hizo el anciano al llamarlo «Aodh». Supo inmediatamente de cuán enterado estaba él de su relación—. ¿Me permitiría hablar con usted?

—¡Por supuesto!

—Pero... —Hizo una breve pausa—. Debe ser en el ala norte, hay una hermosa laguna con algunas tortugas que suelen perturbar de vez en cuando la superficie del lago y que me encantan ver.

Maia asintió. El anciano iba describiéndole, con amabilidad, el paisaje. 

Los camorucos, y samanes convivían fraternalmente en aquel lugar de la costa, tenían suficiente espacio para que sus raíces pudieran crecer sin necesidad de arrastrar todo a su alrededor. 

Los jardines de rosas, margaritas, novios, nomeolvides resaltaban a cada lado del camino por su aroma y sus vistosos colores. También se podía escuchar la suave brisa atravesar los pequeños bosques de bambú que crecían a orillas del río.

Una vez que llegaron a la laguna, Rafael ayudó a Maia a sentarse. El Sol se mostraba clemente, lo que era extraño en un clima tan cálido, además de que brillaba tímidamente a través de unas límpidas nubes. 

Rafael suspiró. Aquello cambiaría la vida de Aidan y de Maia, quizás su nieto no se lo perdonaría, pero necesita dar el paso que nadie se atrevería a dar.

—Aidan es un niño —carraspeó—, un joven muy amable, un tanto inconsciente de lo que le rodea, pero tan noble que no dudaría en sacrificarse por los que quiere. —Hizo una pausa esperando que Maia contestara, pero esta solo tenía puesto su rostro al horizonte, y no hizo ningún gesto que le indicara de que tomaría la palabra—. Y por cosas de la vida, situaciones que no podemos llamar simplemente «cosas», pero que se dan sin motivos aparentes, en estas semanas ha llegado a su vida muchos más regalos de los que podía imaginar... y unos tan dolorosos que le parten el alma.

La Maldición de ArdereOn viuen les histories. Descobreix ara