Los Signos del Sol

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Griselle esperó en la puerta la llegada de Maia. Esta entró ayudada de su bastón. Buscó a tientas su asiento, se agachó para tomar su bolso y sacar su portátil cuando sintió un extraño movimiento a su alrededor. Alguien la tomó del cabello. 

Un desagradable escalofrío recorrió su espalda. Sabía que estaba en peligro. A ambos lados de su silla habían cuerpos, podía percibir su asfixiante cercanía. Aun así, decidió continuar con lo que estaba haciendo. Tomó sus audífonos, llevando sus dedos hasta la punta. Las manos le temblaban. 

En aquel instante sintió un fuerte templón en sus manos: El audífono le fue arrebatado.

—Pobre ciega inútil —dijo una voz femenina, llenando de angustia a Maia—. Si tuvieras un poco de inteligencia le dirías a tus padres que te saquen de aquí. No te queremos y te juro que te haremos la vida imposible.

Maia intentó levantarse, pero dos manos fuertes la tomaron por los hombros, obligándola a sentarse. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

En aquel momento, Aidan iba entrando al salón, venía pensando en la mirada de deseo que Irina le había dirigido al chico nuevo, cuando escuchó las amenazas de Griselle. Con horror vio los macizos cuerpos de Oscar y Eduardo, quienes habían reprobado y estaban repitiendo el grado, junto con Javier estaban sobre Maia.

Aquello bastó para que su serenidad se esfumara y su mente aterrizara. En tres pasos llegó al asiento, empujó a Javier, lanzándolo hacia la mesa que ocupaba Oscar, y le arrebató los audífonos a Griselle.

—¿Qué demonios les pasa? —gritó—. ¿Quieren pelea? ¿Quieren pelear? —repitió rojo de ira, mientras Griselle se alejaba.

—¡Vamos, Aidan! Ibrahim no está aquí —dijo Eduardo.

—¡Cerdo de mierda! —Con un rápido movimiento, tan veloz que ni él mismo lo podía creer, tomó a Eduardo por la camisa, elevando su pesado cuerpo.

Maia se cubrió el rostro, acostándose sobre la portátil. Su mente viajaba del dulce y triste chico que escuchó en la mañana al joven que se había encargado de custodiarla, Ibrahim. ¿Acaso, eran amigos?

—¡Basta, Aidan! —gritó Griselle.

—¿Basta? —preguntó, soltando a Eduardo—. No los quiero cerca de ella. No quiero que la miren, ni que la sigan, ni que respiren cerca de ella. Y eso va contigo también —dijo señalando a Griselle—. No me importa que seas mujer.

—¡Aidan! —gritó la profesora que acaba de entrar—. ¿Qué son esas amenazas?

—Lo siento, profe —respondió apartándose el cabello del rostro—. Estoy cansado de tanta basura... Y eso que es el primer día.

—¿Sabes que debo castigarte?

—La verdad no me importa. Si con eso logró que esta cuerda de idiotas lleguen a respetar un poco a Maia, ¡castígame!

—Yo me encargaré de que la respeten —contestó la docente, mientras Maia con rostro asustado se volvía a erguir en su puesto—. Ve a ocupar tu asiento.

Aidan tomó con cuidado la mano de Maia, colocando en ella sus audífonos.

—Gracias —murmuró, conectándolos a su portátil.

—De nada. —Con paso firme se dirigió a su puesto, tomó sus cosas y regresó adonde estaba Maia—. ¡Párate! —le susurró a Oscar, quien no dudó en levantarse y dirigirse al asiento que ocupaba Aidan. Este se acomodó detrás del puesto de la chica. Acercándose al oído le habló—. Desde hoy estaré sentado detrás de ti. No te dejaré.

Las palabras de Aidan, su armoniosa voz, su aliento al soplar suavemente su cabello, hicieron que se sonrojara. Por su parte, Aidan sintió su aroma a jazmines y manzanas; y una vez más, Irina desapareció de su mente. Sonriendo, con su verde mirada oculta detrás de los mechones dorados de su cabello, se acomodó en su nuevo puesto.

La Maldición de ArdereWhere stories live. Discover now