La Señal

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El calor en la sala de los Aigner era sofocante, ni el sereno de las tres de la madrugada ayudó a disminuir la temperatura de la habitación. 

Aidan se había pasado toda la noche recibiendo el pésame de desconocidos, escuchando anécdotas de los tiempos mozos de Rafael, cargando sobre su camisa las lágrimas de dolor de los conocidos.

Todo le resultaba una pesadilla, no sabía cómo permanecer de pie para atender las necesidades de los familiares, amigos, allegados y curiosos que se habían apersonado al lugar. 

Su madre seguía sedada, fue lo más conveniente; un par de veces despertó haciendo estremecer a todos con sus gritos para luego desmayarse y volver a repetir la escena, así que cuando Susana se ofreció a encargarse de la cocina con una tía materna, Aidan sintió un poco de alivio, agradeciéndole en el alma.

Esa noche aprendió una nueva lección: El dolor, aún el más terrible, es capaz de alejar el sueño.

Fue una noche muy larga, cargada de pesares. 

En el bolsillo del pantalón llevaba el celular, y muchas veces se descubrió con el aparato en el oído escuchando la voz de su abuelo y lo que opinaba sobre Maia, luego se arrepentía, mas no tenía el valor suficiente para borrar aquel mensaje por todo lo que, emocionalmente, implicaba para él.

Y la noche pasó, y con ella entendió que no se acepta la muerte de un familiar hasta que se debe enfrentar el entierro. Este estaba pautado para las doce del día. 

Las personas comenzaron a abordar sus autos para dirigirse al cementerio. 

Celeste e Ibrahim ayudaron a Dafne a bajar de su habitación. La impresión de Aidan al verla fue grande: Su hermana parecía una muerta en vida, pero ni eso fue tan perturbador como ver a su madre revolcarse en la cama, mientras los hombres de la familia intentaban sostenerla para sedarla de nuevo. No era prudente que Elizabeth asistiera en esas condiciones al entierro.

Aidan se acercó, apartando a su padre, sostuvo la mano derecha de su madre por unos breves segundos y esta fijó sus ojos en él. Aquel instante fue más tranquilizador que todas las dosis que le habían colocado para serenarla.

—Mamita, es mejor que te quedes.

—Pero yo deseo ir.

—Mami, ¡mamita bonita! —murmuró acariciando sus cabellos—. Te quiero. Y me quedaré contigo, si así lo deseas.

Elizabeth se apartó un poco para hacerle espacio en la cama, bajó la falda de su vestido negro hasta el peroné y él se sentó a su lado. Ella reclinó su cabeza en el pecho de su hijo, escuchando el agotado tuc tuc de su corazón. Cerró los ojos entregándose a un profundo sueño. 

Con su gesto, Andrés comprendió que Aidan se quedaría con su madre, así que él fue a servir de apoyo a Dafne.

Cuando quedaron solos en la habitación, Aidan cerró sus ojos conciliando el sueño por un par de horas. 

Al despertar se dio cuenta de que su madre dormía al otro lado de la cama abrazada a unas almohadas y que su padre los observaba.

—¡Bendición! 

—¡Dios te bendiga! ¿Has descansado?

—Por lo menos no soñé nada. —Su padre sonrió—. ¿Cómo le fue?

—¡Terrible! Tu hermana se desmayó..., cuando despertó no hizo más que maldecir a Ignis Fatuus. ¿Qué fue lo que realmente ocurrió?

—Aún no lo sé, papá. Pero le prometo que en cuanto sepa quién es el verdadero asesino del abuelo se lo haré saber.

La Maldición de ArdereWhere stories live. Discover now