Capítulo treinta y cinco

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Para mi sorpresa, descubro que Tamara tiene una voz muy bonita. No es precisamente la que me gustaría escuchar en cada lista de reproducción, pero sí es bastante afinada y menos chillona de lo usual. Andrew tampoco canta mal, aunque no está al nivel de su compañera y la canción elegida no lo ayuda.

—Estás cantando cualquier cosa —suelta Tamara sin anestesia mientras yo pongo pausa al reproductor con el control remoto. Ya van por el séptimo intento y cada vez que llegan al estribillo Andrew empieza a desafinar.

—Lo sé —admite él—. Pero no llego tan alto.

—Entonces deberías cantar en otra octava.

No me doy cuenta de que lo he dicho en voz alta hasta que Tamara y la familia Harper se quedan mirándome fijamente y en silencio. Como no sé descifrar qué humor están proyectando, me encojo de hombros.

—Si no llega, no llega —digo—. Ninguno de los dos tiene que forzarse a cantar tan alto. Ella —señalo a Tamara—, está haciendo tanta fuerza para afinar que se le pone la cara roja y suelta todo el aire de pronto. Y Andrew tiene un tipo de voz naturalmente grave, no puede obligarse a cantar como un tenor.

El silencio se vuelve más espeso que antes, hasta que por fin Andrew lo rompe.

—¿Cómo sabes tanto sobre música?

Pienso en mi madre, en las largas horas de teoría y práctica que me dedicó, y me muerdo la lengua.

—La pregunta aquí es cómo ninguno de ustedes se da cuenta de que parecen unos tomates a punto de reventar —espeto—. Si no pueden cantarla, cambien de canción.

—Yo sí puedo cantarla; Sia y yo tenemos el mismo tipo de voz —insiste Tamara—. Me lo dijo el profesor de música.

—Sia tiene una técnica de canto forjada con años de práctica. Tú apenas has ensayado unos cuantos días, Tamara.

—Llevo practicando canto toda mi vida, Melody.

—¿En la ducha?

—Bueno, basta —intercede Andrew—. Creo que tenemos que hacerle caso a Melo, ella tiene razón. Apenas vamos media hora ensayando y ya me duele la garganta.

—Entonces quizás la señorita Veccio podría demostrarles como se hace.

Todos nos giramos en dirección a la voz grave de Félix, que ahora mismo está siendo atravesado por los ojos inyectados de su esposa. Cuando lo miro a los ojos, su mirada oscura y penetrante hace vibrar cada célula de mi cuerpo, recordándome que hay otra parte de su cuerpo que es muy penetrante. Es el hombre más caliente que he visto en mi vida, pero justo en este momento me gustaría que se hubiera mordido la lengua.

Lillian tose.

—Amor, no sé qué puede demostrar ella —dice con la sonrisa más falsa del mundo—. Además, ya los está ayudando bastante dando su... opinión.

Tratando de ignorar la punzada que me provoca oír la primera palabra que sale de la boca de Lillian, fuerzo una sonrisa.

—Sí, Lillian tiene razón —mascullo—. Es mejor que los ayude sin necesidad de montar un espectáculo.

—Vamos, señorita Veccio —insiste Félix—. Estoy convencido de que sabe cantar muy bien.

Dado que la única respuesta que se me ocurre contiene las palabras "cierra" y "culo", hago caso omiso de su insistencia y me vuelvo hacia el reproductor de CD's.

—Voy a poner la pista de nuevo —declaro—. Traten de cantar una octava más abajo para ver cómo queda.

Antes de empezar a ensayar, Andrew mira a su padre como si temiera que mi desplante lo hiciera enojar. En cambio, Félix tiene una expresión tan tranquila que resulta casi insondable.

La canción empieza a sonar y estoy segura de que el diafragma y la garganta de Tamara y Andrew me agradecen el consejo, ya que esta vez no hay caras rojas ni notas forzadas cuando termina la canción.

—¿Ven? Eso ha estado mucho mejor —declaro.

—Sí, tienes razón —concede Tamara a regañadientes—. Pero tal vez deberíamos cambiar de canción. Esta es muy difícil y no vamos a llegar a aprenderla bien antes de la fiesta.

—Aún faltan diez días —señala Andrew.

—¿Te parece mucho? Andy, ni siquiera nos hemos aprendido la letra.

—Vamos a aprenderla enseguida, Tammy. Confía en mí.

Tamara no responde, pero su cara habla por sí misma: ¿cómo confiar en él cuando hace todo lo que yo le digo?

—Es tarde —digo, mirando un reloj que hay en la pared—. Debo irme ya. Mañana vuelvo y los ayudo a practicar un poco más.

—La acompaño a la puerta, Veccio —declara Félix.

Tratando de no sonreír, me despido de todos con un "adiós" bastante convincente y sigo a Félix por el pasillo. Justo antes de llegar a la puerta de entrada, él se gira y me toma del brazo, empujándome hacia otra sala.

Al principio todo está en penumbras, pero pronto Félix prende una luz diminuta en el medio del techo que ilumina poco más que una vela. A pesar de lo tenue que es la claridad, ahora puedo ver que estamos en una especie de depósito polvoriento, oscuro y lleno de muebles viejos.

—Espero que sepas hacer silencio —susurra Félix en mi oído.

Sus labios recorren mi cuello con deseo y toda mi temperatura corporal aumenta de golpe. Me giro para poder besarlo y, en medio del frenesí, caigo de espaldas sobre un sofá cubierto por una tela. Félix no duda en quitarme el jean y la tanga; yo no dudo en arrancar el botón de su pantalón para poder liberar su miembro. Cuando ya no hay tela entre nosotros, me penetra con tanta fuerza que debe ponerme la mano sobre la boca para evitar que grite de puro placer. La otra mano se dirige bajo mi blusa para acariciar mis pechos a medida que aumentan las embestidas, y yo clavo los dientes en sus dedos desesperadamente.

Cuando las penetraciones parecen no ser suficientes, me alza en vilo y, sin salir de mi interior, me da vuelta bajo su cuerpo. Un pequeño gemido se escapa de su boca al apretar su miembro con mi cuerpo y libera sus manos para comenzar a frotar con ellas mi pelvis y mis nalgas. Mientras, sus embestidas adquieren un ritmo brutal y se estrella contra mí con tanta fuerza que siento que voy a desmayarme.

Al llegar al clímax, todo se vuelve negro por unos segundos y caemos laxos sobre el sofá, respirando por pura inercia.

—No podía dejar de mirarte —admite, apretando su cara contra mi cuello.

—Nunca pudiste —replico con una sonrisa.

Nos quedamos en silencio; nuestras respiraciones se vuelven una y sus manos acarician mis piernas con delicadeza.

—¿No vas a contármelo? —pregunta de pronto.

—¿Contarte qué? —Me lo saco de encima y empiezo a ponerme la ropa.

Él empieza a hacer lo mismo y dice:

—¿Por qué no quieres cantar?

Me quedo fría por dentro, como si mi sangre se hubiera convertido en una brisa ártica.

—¡Deja de hablar de eso! —exploto—. Me tienes harta con las preguntas estúpidas que haces. Ya dije que no quiero cantar, punto.

Él se abrocha el pantalón en silencio y después se pone de pie para mirarme intimidante desde su metro ochenta.

—Ya sé que no quieres cantar; te estoy preguntando cuál es la razón. Y, ¿por qué estás tan a la defensiva?

No le respondo. No puedo hacerlo. Antes de que él diga una palabra más, salgo del depósito y de la casa, tratando de alejar a los demonios que acaban de despertar en el infierno de mi pasado.

Los Secretos Y Mentiras De Melody Vecchio (+18) ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora