Capítulo cincuenta y tres

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Félix se queda callado un largo rato durante el que no aparto la mirada de él. El frío invernal me está haciendo tiritar, mientras que él sigue firme en su traje negro y cubierto por un sobretodo gris. Una bufanda blanca le cubre el cuello y ha metido las manos en los bolsillos para que no se le congelen pegadas a la puerta.

—La persona que te envía los anónimos me lo dijo —responde al fin—. También me mandó uno a mí por tu culpa. Así me enteré, Vecchio.

Quiero creerle. Casi todo mi ser le pide que le crea y deje zanjada la cuestión. Pero una pequeña parte de mí ve cómo me mira, sin pestañear y sin hacer ningún movimiento, como si estuviera intentando aparentar serenidad y de detener cualquier tic que delate su nerviosismo.

—No puedes mentirle a una mentirosa, Félix —digo suavemente y me cruzo de brazos—. Así que dime de una vez, ¿por qué forzaste a Ethan a enviarme anónimos amenazadores?

Ni yo puedo creer lo que acabo de decir. Que Ethan mande los anónimos es inesperado. Que Félix sea el de la idea es... imposible. Nunca estuvo en mis listas mentales de sospechosos ni se me ocurrió que podría tener algo en mi contra.

Pero lo así es. Lo veo en su mirada cuando acepta que no tiene salida y muestra su verdadera cara.

—¿Qué más podía hacer? —escupe, sacando las manos de los bolsillos y extendiendo los brazos, como si eso le diera indiscutidamente la razón—. Estabas todo el tiempo arriesgando mi trabajo y mi vida, sin pensar en como podía terminar mal para mí y sin aceptar un no por respuesta. Cuando el chico me enfrentó en mi despacho y me dijo que sabía todo, le dije que haría que él y sus hermanas reprobaran el año si no hacía lo que le pedía y mantenía la boca cerrada.

—Tú… Le... Dijiste... Que... Me... Enviara... Anónimos… Y... Que... Me... Pusiera... Veneno... En... La... Comida... —Mi pecho sube y baja a una velocidad alarmante y apenas puedo respirar, haciendo que mi voz suene extraña y afónica. Me pica la garganta y el mentón y comienzo a rascarme violentamente hasta sacarme sangre.

—Vecchio, respira, tampoco es para tanto —dice él, dando un paso hacia adelante y extendiendo la mano hasta tocar mi hombro—. Sé que no fue la mejor forma de manejar las cosas, pero no me dejaste opción. Te dije que no muchas veces y aún así te apareciste desnuda en mi cama, me sedujiste en la oficina y dejaste un pendiente en mi armario a propósito. Cuando Lillian lo vio se dio cuenta de todo, ¿sabes? Tuve que prometerle que iba a alejarte de una forma u otra y aceptar que ella tuviera una aventura para que no me dejara. Por eso hice lo que hice, para que mi vida volviera a la normalidad. Lo que no me perdono es haberle pedido a Ethan que te pusiera aquello en la comida. Cuando recordé que vivías sola me sentí tan inquieto que fui a asegurarme de que no te pasara nada grave. Sin embargo, creí que después de eso te irías sin más. Pero no lo hiciste y tuve que seguir intentando una y otra vez.

La mano que tiene sobre mi hombro parece hierro ardiente.

—No me toques; recuerda que me quieres lejos —espeto con tanta potencia como puedo. Él se aparta de inmediato y veo sus intenciones justo antes de que amague pasar a mi lado y entrar a mi casa. Estoy temblando de la ira, pero consigo interponerme entre su cuerpo y mi sala—. En cierto modo tienes razón —concedo—. Si tú me hubieras hecho lo que yo te hice ya estarías detrás de una reja con cinco cargos de acoso. Es la única razón por la que no voy a denunciarte, aunque lo que hiciste es imperdonable.

Él esboza una sonrisa que antes me habría parecido sexy pero ahora sólo me resulta patética.

—¿Debo darte las gracias? —pregunta con un tono aún más patético.

—Sí. Porque voy a evitar que cometas otro error más. —Me acerco hacia él y lo fuerzo a retroceder un par de pasos—. Aléjate de Andrew ahora o lo vas a lamentar.

Su sonrisa se desvanece como un dibujo sobre la arena.

—No me vas a decir qué hacer respecto a mi hijo, Vecchio.

Una risa gutural, que bien podría servir para el soundtrack de una película de brujas, se congela en el aire entre nosotros.

—Sí, lo haré.

Y le cierro la puerta en la cara.

Echo llave y me recuesto sobre la madera fría. Lentamente voy cayendo, sin hacer caso a los golpes que retumban por toda mi columna. Los gritos de Félix deben estar haciendo que todo el barrio despierte, pero yo sólo puedo pensar en lo idiota que he sido.

Todas las pistas estaban ahí: Félix apareciéndose justo cuando estaba sintiéndome mal, alguien entrando a mi departamento cada vez que estaba en casa de Félix, los supuestos anónimos que él había encontrado en mi habitación y que yo recordaba haber tirado, aquel otro anónimo abandonado en su oficina...

¿Cómo pude estar tan ciega?

—Melody, ¿estás bien?

Por un instante pienso que es la voz de Félix que viene desde mi habitación. Después enfoco la mirada y reconozco la cara magullada de Andrew.

—Sí, la que está sufriendo es la pobre puerta —intento bromear, pero mi humor no es el ideal para chistes y mi tono ácido lo arruina.

—Creo que es mejor que vaya con él —dice Andrew, mirando con preocupación cómo la puerta tiembla por los embates de Félix—. No puedo quedarme aquí para siempre.

—Eres mayor de edad, ¿cierto?

—Sí.

—Entonces sí puedes.

Andrew sonríe a regañadientes, pero es una sonrisa efímera que se vuelve una mueca de preocupación y miedo. Yo lo escucho después que él: el ruido de una llave dando una vuelta y de otra cayendo al piso.

Antes de poder reaccionar, una patada del otro lado de la puerta la abre de golpe y me lanza con fuerza hacia la pared de la derecha.

Instintivamente apoyo las manos, que se llevan lo peor del impacto. El resto lo recibe mi frente ya herida y me obliga a tensar todos los músculos para no gritar de dolor.

—¿No habías dicho que él no estaba aquí? —escucho la voz socarrona de Félix y el sonido de sus zapatos pesados sobre mi piso de baldosas—. Deja ese pijama de puto y vámonos a casa, Andrew. Tenemos que hablar.

Me pongo en pie como un huracán y, a través de una fina capa de lágrimas de dolor, veo como se aproxima a mi amigo, que está paralizado por el pánico, y sacude su llavero, en el que hay una copia de la llave de mi casa.

—Te dije que te alejaras —le recuerdo con la voz más firme que soy capaz de emitir, mientras tanteo hasta encontrar la repisa donde sé que está mi mejor arma.

—Como si pudieras obligarme... ¡¿Qué haces?! —exclama cuando me ve acercándome a toda velocidad.

Pero no tiene tiempo ni para sorprenderse antes de que la punta redondeada del trofeo de mi hermano le caiga con todas mis fuerzas sobre su sien.

Cuando su cuerpo cae desplomado sobre la alfombra de mi cuarto, pienso que tal vez se me fue un poco la mano.

Los Secretos Y Mentiras De Melody Vecchio (+18) ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora