Capítulo 42 - NOAH

113 15 0
                                    

Parte I

Observo distraídamente a las dos criaturas jugando, concentradas, delante de mí, inadvertidos de mi presencia, probablemente pensando ya en armar el árbol de navidad o en qué traerá tío Eddy dentro de unas semanas para colocar, en envolturas coloridas y extravagantes, debajo de este. Seguramente no pueden esperar en poner sus manos sobre las galletas navideñas que saldrían del horno, como de costumbre y sin cesar, desde la segunda semana de diciembre. Tal vez este año por fin quieran dejar de insistir en ponerle un nombre al pollo que será rostizado.

A veces pregunto si me extrañarán, si serán capaces de sobrevivir estas fiestas sin galletas, dado que era yo quien siempre las ponía a la mesa. Me pregunto si cambiarían los jueguetes que les puedan llegar estas fiestas por una Nochebuena conmigo, los tres jugando a adivinar qué hay dentro de los paquetes mientras mamá pelea con nuestro horno que hace todo lo posible por no envejecer tan deprisa.

Quizá.

De todas formas, es mejor así, así como están ahora, llevando su atención a cualquier cosa que no sea la idea de su hermano muerto. Los niños aún son muy jóvenes para la asfixiante angustia de la pérdida.

Desvío la vista a la cocina, donde mi madre termina la cena en silencio y verifica la hora. Ni siquiera ha empezado a atardecer; es temprano. Antes de morir yo, ella siempre terminaba la cena tarde, cuando el cielo ya había terminado su ceremoniosa bienvenida a la noche, y las estrellas se reían de todas las almas desdichadas que recién comerían a esas horas. ¿El motivo? Yo en la cocina de tanto en tanto para conversar de cosas tan banales como graciosas con ella, mientras me robaba un pedacito de pastel de la alacena. La retrasaba, y a ambos nos importaba un rábano, porque no dejábamos de reírnos en el proceso.

Ahora la comida se enfría, y el humo que emana se pierde en los recuerdos de aquellas tardes en las que madre e hijo aún podían charlar, reír y recordarse el uno al otro cuánto se querían.

Se quita el mandil y pasa por la sala de estar, echando un ojo a mis hermanos, para dirigirse escaleras arriba a su habitación. Lógicamente, me dirijo hacia arriba con ella.

La miro detenidamente una vez se encuentra sentada en su cama, envuelta en el más absoluto y denso de los silencios, tratando de identificar sus sentimientos mediante algún gesto o alguna mueca.

Me preocupa, es verdad. Ella ha vuelto a hacer sus tareas como de costumbre. Lava, plancha, cocina, limpia. Pero la inhabitual opacidad de su mirada y sus movimientos la rodean de un aura turbia, mustia y triste, como la de alguien a quien el destino, en la más infinita de sus crueldades, le arrebata parte de su felicidad de golpe; y en su lugar solo queda vacío. He estado a su lado cada vez que he podido, como si, de alguna manera, pueda amilanar su aflicción el tenerme cerca. Supongo que no: sus sonrisas siguen pareciendo forzadas, y sus ojos rojos y ojeras la delatan completamente. Sin embargo, mientras los gemelos vean sonreír a mamá, ellos no se van a derrumbar, y eso es lo que importa; al menos a ella.

Hizo lo mismo después de morir mi padre, y yo jamás me di cuenta, no sabía, no me importaba. Estaba más entretenido en llevar mi luto siendo un hijo de perra con mis amigos y un imbécil con las chicas, odiando a mi padre en secreto por habernos dejado tan abruptamente; y no me percaté que mi madre se marchitaba en silencio, aferrándose a los recuerdos de mi padre para sobrevivir a mí.

Entonces era un egoísta de mierda.

Entonces no medía las consecuencias de mis acciones.

Entonces no era conciente de que mi madre habría dado su vida mil y un veces por un hijo ingrato, y que, de hecho, ya lo había hecho, porque yo fui el más grande idiota con quien mi madre tuvo la desdicha de cruzar camino.

FantasmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora