Capítulo 57 - MAS (parte I)

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Desde donde me encuentro, sentado sobre una elevación de tierra, puedo observar la quietud de un pueblo a las afueras de la ciudad. De entre las construcciones, que apenas se dejan ver a través de la niebla de invierno, una ha acaparado mi atención desde que mis ojos la encontraron después de buscarla por un largo rato.

Está lejos, y a la distancia son casi imperceptibles las paredes que recuerdo como grises y gastadas, el umbral raído y las ventanas mustias y opacas; el humo se asoma tímidamente y se dispersa tan rápido que es como si la vieja chimenea dueña de él nunca hubiera estado encendida en primer lugar. La única prueba fehaciente de que todavía existe vida residiendo en un lugar tan inerte como aquel son las luces que están encendidas dentro.

Juego distraídamente con el pasto entre mis dedos, mientras los incómodos recuerdos de lo que allí aconteció invaden mi mente en un desfile despiadado. ¿Y por qué, si todo lo que veo era una casa como cualquiera?

Suspiro, levantando la mirada al cielo, despegando por primera vez mis ojos de las paredes grises y gastadas, del umbral raído y las ventanas opacas. Es una casa, sí... Pero nunca ha sido un hogar. Nunca ha sido mi hogar.

La brisa vespertina revuelve mi cabello y me obstruye la visión cuando volteo mi cabeza para mirar por sobre mi hombro las lápidas que se encuentran caóticamemente dispuestas detrás de mí en una especie de antiguo cementerio improvisado. Veo a personas dar vueltas, tratando de perderse a la distancia, mas, incapaces de avanzar más allá de los pocos metros de terreno a los que están atados energéticamente, terminan regresando a su punto de partida. Pese a la gran afluencia de rostros, pasos y voces, el lugar parece abandonado. Las flores que en su mejor momento debieron presumir de colores vibrantes, ahora se hallan marchitas y deshidratadas sobre el suelo congelado.

Salvo por un par.

Justamente allí, en ese único espacio que no parece dejado por la mano humana, esa única lápida que no está cubierta de escarcha y barro seco traído por las tormentas, reposa un ramillete de narcisos blancos.

Narcisos.

Aprieto los labios, obligándome a observarlos mientras una figura baja y escuálida se acerca a ellos, flores costosas que una vez, hace muchos años, aplasté cuando me caí de una rama de los árboles del vecino: Sus narcisos (los que cuidaba con devoción) quedaron destruidos en cuestión de milisegundos. Siempre metí a mamá en problemas. Ella tuvo que reponerlos utilizando parte del dinero para la comida que su esposo (me niego a llamar padre a ese bastardo) le dejaba semanalmente, y aprovechó en arrancar una pequeña rama a escondidas de esa ofrenda de paz para plantarla en una maceta propia. Toda esa semana comimos poco más de la mitad de lo que usualmente comíamos, pero me emocionaba ver crecer la única planta que teníamos en casa. Se convirtió en nuestro pequeño secreto.

Y es precisamente ese pequeño secreto el que reposa lacerante sobre mi tumba: un triste souvenir de la efímera etapa en la que mi madre aún me quería.

— Volviste a aparecérteme en sueños.

Levanto la mirada, alejando los recuerdos y sus dolorosos significados de mi cabeza.

— He venido a verte desde que soñé contigo ese día.

Eso es cierto. Estuve aquí cuando ella vino a visitarme. Juego con el pasto entre mis dedos, que de pronto empezaba a marchitar; 'no debieron ser sueños agradables', respondo mentalmente.

— Sueño contigo, Ezequiel —suspira, mirando al mismo cielo que atrapó mi mirada minutos atrás—. Estás parado lejos de mí, y nunca puedo alcanzarte.

Ahí está. Mi nombre. El salvador. El profeta. El ángel que quiso que fuera.

— Normalmente me das la espalda, pero sé que eres tú —toma una breve pausa—. Sé que eres tú... Y siento estas enormes ganas de llorar cuando me acerco y mis pies no funcionan, quiero disculparme por algo, gritar por algo, y mi voz no sale... No sé qué está pasando. Sueño contigo todas las noches desde entonces. Yo-

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