Capítulo 40

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Subo las escaleras dos escalones a la vez.

Sí, señoras y señores, convencí a Mas de traerme de nuevo a su rinconcito libre de Kendalls —donde él puede puede pensar con tranquilidad sin mi irritante voz martillándole el cerebro—.

La verdad, no tengo idea de qué hora es. Quizá medianoche. Quizá las 4 de la mañana. No lo sé. Tampoco sé cuánto tiempo llevo ya deslizándome de la baranda de madera pulida de las escaleras que conectan las dos únicas plantas.

— ¡Hey, bola de luz! —escucho gritar a Más desde abajo—. ¿No crees que ya es suficiente?

— ¡Oye, esta es la última, ¿no?! —grita cuando vuelvo a subir.

— ¡Ken, es en serio! —grita cuando vuelvo a subir.

— ¡Kendall O'Mell, esto ya es demasiado! —grita cuando vuelvo a subir.

Obviamente, y como todas las veces anteriores, lo ignoro.

Después de darme un recorrido por toda la casa (casi), el único lugar que captó realmente mi atención fueron las hermosas barandas de madera de caoba barnizada. En seguida, me di cuenta de que eran lo suficientemente anchas como para que el trasero de una persona quepa en ella, y no perdí tiempo. Fue irresistible. Teníamos una parecida en Minnesota, y esa era mi única diversión cuando los días fríos se empeñaban en ser aún más fríos y no me dejaban salir ni a mi casa en el árbol. La diferencia entre esta y aquella radica en que la actual tiene una curva, como un espiral, lo que la convierte inmediatamente en una atracción mucho más entretenida que la que teníamos mamá y yo en casa, que era, más bien, todo recta.

Claramente, Thomas no parece entender lo mucho que me lleva este improvisado tobogán a mi infancia y mis más cándidos recuerdos; porque, de repente, lo tengo esperando en el final de mi improvisado deslizadero con las dos manos en frente, listo para atraparme. Si esto hubiese ocurrido en mi antigua vivienda, en su larga y sin curvas baranda, lo hubiese visto venir, y lo más probable es que hubiese hecho puff y aparecido detrás de él con total elegancia y mi dignidad intacta; pero, como las cosas normalmente no son perfectas, vengo a enterarme de último segundo, y, gritando a viva voz —porque a veces se me olvida que soy inmortal para ciertas cosas—, caigo encima de él.

Bien, caer de caer, no. No terminamos en el suelo, ya que Mas recibió el impacto como un campeón y me cogió de los hombros en una especie de abrazo, que en realidad no es un abrazo, sino un amortiguamiento.

— El último es el último, bola de luz —dice, mientras yo busco recobrar mi equilibrio.

Cuando finalmente lo hago, caigo en la cuenta de nuestra cercanía, basta con levantar mi cabeza para que el rostro de Mas y su severa expresión ocupen todo mi campo de visión.

Tom se aparta súbitamente, metiendo una de sus manos al bolsillo de su pantalón mientras con la otra rasca suavemente su ceja; y desvía la mirada. Supongo que debió incomodarse. No tengo idea de por qué siento una ligera vergüenza calentar mis mejillas, si evidentemente él se lo merece por aparecer abruptamente en mis narices y hacer de escudo humano.

— Totalmente innecesario, jovencito —me cruzo de brazos, reprochándolo—. Podías solo haber dicho que me detenga.

Con un suspiro de exasperación, gira sobre sus talones y se dirige a la cocina.

— ¿Y qué crees que estado intentando todo este tiempo, bola de luz?  —su voz aún contiene algo de humor.

Yo lo sigo, sin saber muy bien qué podría hacer un espíritu en una cocina aparte de tirar todos los platos y hacer bullicio como en las películas.

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