Capítulo 51 Parte II

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   — Siempre vienes a hablar —suspiro—. Pero la única que dice algo eres tú.

    — Porque yo sé lo que estoy diciendo —toma asiento en uno de mis muebles. El sillón frente a mi escritorio gira sin un mínimo de fuerza de parte de su usuaria, como si tuviese vida propia y respondiese a sus órdenes.

    — Y yo no —continúo su idea con amargura en la voz, dando a entender que estoy en desacuerdo.

Me cruzo de brazos, mientras dirijo mi vista al frente, a las nubes teñidas de naranja y a un par de palomas acicalándose en las ramas del árbol en el patio.

    — Eres una madeja enredada de emociones, Kendall. Te confundes a ti misma. Todo lo que he hecho hasta ahora es ayudarte –bajo la cabeza, concediéndole ese punto—. Eso no cambiará pronto. Así que, escúchame, porque esto es por tu bien: Mantén tu distancia de las ataduras.

    — ¿A qué te refieres? —cuestiono suspicazmente, después de un momento en silencio en el que no me atrevo a devolverle la mirada.

    — A quiénes me refiero —corrige, secamente—. Tus tres amigos. Todos.

    — ¿Ellos que tienen que...? —pregunto confundida, mi tono de voz da a notar mi molestia—. Ah —chasqueo la lengua en cuanto lo capto, "ataduras", vale, otra vez ese tema—, mira, despertaré, ¿de acuerdo? Terminaré las cosas con Camille y lo haré.

    — ¿Y los otros? —muerdo mi labio, sin entender por qué me está exigiendo explicaciones que no merece.

    — Los otros están bien —respondo con dureza—. ¿A qué viene esto? ¿Por qué de repente?

    Me mira un rato en silencio, analizándome. Su postura relajada en el sillón, con las piernas juntas e inclinadas pero sin cruzarlas, y ambos brazos en los apoyabrazos, porta un aire real. Me pregunto si ha tenido algún título nobiliario en vida. ¿Una condesa, quizá? ¿Una duquesa? ¿Una... Reina? Sacudo la cabeza, este no es momento para dejar a mis pensamientos divagar y alejarse del aquí y el ahora.

    — El otro —responde finalmente, corrigiéndose—. El rubio.

    — ¿Mas?

    ¿Qué tiene que ver Mas en todo esto?

    — Mantén tu distancia —ordena, y justo antes de emitir palabra alguna en contestación, algo muy maleducado que evidenciaría cuán al límite mi paciencia está con ella, añade:—. Sientes algo por él.

    La miro en silencio, con el ceño claramente fruncido. ¿Cómo se atreve? ¿Quién se cree que es?

    — Eso significa que el pelinegro ya no es una amenaza —lleva sus dedos índice y medio a frotarse el mentón, pensativa—. No debiste dejar que llegue a este punto —se dirige a mí esta vez—. Pero aún no es tarde. Se puede arreglar.

    — ¿De qué demonios estás hablando?

    — El corazón siempre toma malas decisiones.

    — ¿El corazón...? ¿Qué...?  —parapadeo, enojada y confundida al mismo tiempo. ¿Solo vino a decir tonterías?

    — Bueno, esto juega a nuestro favor —sus dedos, antes en el mentón, se dirigen a su sien, y esta reposa en ellos de la misma forma en que su codo lo hace sobre el reposabrazos.

    — ¿Qué cosa?

    — Tus estúpidas decisiones

    Ruedo los ojos, dando media vuelta, muy dispuesta a abandonar el lugar. Atacar. Siempre que habla es para atacar. O evade las preguntas y no entiendo un carajo de lo que dice, o (como ahora) responde directamente la pregunta y sigo sin entender un carajo de lo que dice. Es frustrante hablar con ella, de verdad. Ni siquiera lo voy a intentar.

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