Capítulo 4

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Estiro mis dedos. Los siento tan... Tiesos. Como cuando regresas de dos meses de vacaciones y te toca escribir el ensayo de 'qué hiciste en vacaciones' a primera hora de la mañana, y parece que olvidaste cómo escribir por tu repentina torpeza. Sin abrir los ojos, puedo sentir dónde estoy. Tampoco es que sea muy difícil, pero, si fuese científica, por los datos de dureza y aspereza, me atrevería a apostar por la autopista.

Respiro. Me sorprende la suavidad con la que fluye el aire a través de mi sistema respiratorio. Puedo respirar bien, eso es bueno; y puedo mover los dedos. No obstante, el cuerpo aún me pesa, me pesa mucho.

No quiero abrir los ojos. Todavía no. Presto atención y escucho. Ruido blanco, mucho ruido blanco; no entiendo, pero no me gusta, es abrumador.

Por fin apoyo mis manos en el suelo y me obligo a mi misma a sentarme, lo cual requiere más fuerzas de las que jamás tuve o tendré. Me falta energía. Aun así, me las arreglo para apoyarme solamente en mi trasero y en mis piernas. Y abro los ojos.

Oh, demonios, no.

Vuelvo a cerrarlos.

Respiro profundamente un par de veces y los abro de nuevo.

La escena podría sacarle el aliento hasta al más sádico. Por favor, dime que no he sido protagonista de este espectáculo. Porque la gente con cámaras significa espectáculo. Carros de policía y camiones de bomberos significan espectáculo. Ambulancias significan espectáculo. Pero, sobre todo, el gran revoltijo de metal en llamas que era el hermoso Nissan Versa de mamá es un espectáculo. 

Oh, ella va a matarme cuando vea eso. Me llevo una mano a la frente, tratando de analizarlo. Entonces me incorporo. Mi cuerpo sigue tan pesado como lo estaría si saliese de la piscina después de haberme remojado un par de horas sin descanso.

Doy unos cuantos pasos al auto, lo que es un triunfo, dada mi condición... Espera un momento, mi condición. ¿Por qué me pesaba el cuerpo? ¿Qué pasó conmigo? Todo apuntaba a un accidente automovilístico. Y si el auto en cuestión se trata del de mamá, entonces... Vuelvo la cabeza a tiempo para ver como el cuerpo de una jovencita vestida igual que yo era metida en una de las ambulancias.

El ruido engorroso que me rodea se vuelve más perturbador conforme me hundo más y más en la histeria. Tenía una corazonada, y apestaba. Esto no estaba pasando. En absoluto. Tomo mi antebrazo y lo pellizco con fuerza. Nada. No siento nada. Estoy soñando. Ha de ser. Tiene que ser.

Camino con pesadez hacia el vehículo que transporta al cuerpo inconsciente y veo por la ventanilla de las puertas ya cerradas. El cuerpo que tiene mi ropa. El cuerpo que no puede ser el mío, porque, vamos, estoy acá, estoy bien. Algo pesada, pero bien.

Y entonces la veo. Encorvada, tomando la mano de esa persona con fuerza pegada a sus labios, no puedo ver su rostro, pero seguro está contraído en esa típica mueca que todos hacemos cuando lloramos muy profundamente en silencio, ahogándonos en nuestro dolor. Es insoportable seguir mirando, tengo que estar a su lado. Una regla universal es correr a consolar a tu madre si la ves llorando. Es instintivo. Por lo que, sin darme cuenta, ya estoy adentrándome en la parte trasera de la ambulancia sin que las puertas supongan un problema real, y me siento a su lado. La energía de mi madre es tan fuerte y reconfortante que cada vez me siento mejor. Mi cuerpo deja de sentirse tan pesado.
¿Qué está pasando? ¿Qué sucede con ella? La emoción del momento genera una confusión tan grande en mi cabeza que de repente pierdo la ilación de los hechos. Olvido lo que vi hace un segundo, lo que veo ahora. ¿Por qué mi madre está acá? ¿Por qué el espectáculo? ¿Es por el auto? La frustración de no poder poner mis pensamientos en orden se hace a un lado y la impotencia se abre paso. En el instante que vi a mi progenitora, dejé de razonar como debía. Necesito explicaciones, así que las pido en voz alta.

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