Capítulo 1: Tres días

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-Mi nombre es William- dijo y su voz susurrante se interrumpió con una amplia sonrisa. Sus ojos caramelo me miraban fijamente, como si pudieran descifrar cada rastro de secreto en mi semblante. Alcé mi mano para acariciar su mejilla como si estuviera bajo alguna clase de hechizo y desperté. Sí, desperté.

Apagué la alarma de mi celular de mala gana, me puse una almohada sobre la cabeza y ahogué un grito. Soñar con un chico cautivante, agradable y que parece ser esculpido por el propio Miguel Ángel sería para muchas mujeres una bendición, pero para mí, que llevo haciéndolo desde los doce años y jamás en mi vida he conocido a semejante humano...  es un martirio. Jamás le he contado a nadie por miedo a parecer una niña tonta deseosa de romance, que tal vez lo sea, pero los demás no necesitan corroborarlo.

Me puse de pie y arrastré mis pantuflas rojas hacia el baño, me desvestí rápidamente mientras escuchaba a mi madre secarse el cabello en la recámara de al lado. Dejé que el agua caliente me recorriera el cuerpo y empapara mi cabello, al salir de la ducha todo el baño olía a jabón y a shampoo de granada. Ya en mi recámara, me vestí con un pantalón de mezclilla oscura y la blusa azul marino con el logo de mi universidad en el pecho, me calcé unos botines negros con un retador tacón cuadrado y coloqué en mis hombros una chaqueta de mezclilla a juego con el pantalón.

-Ahí vas, distorsionando el uniforme de nuestra institución- dijo mi padre que recorría el pasillo con una taza de café humeante y su habitual camisa blanca con el mismo logo que mi uniforme. Mi padre era un prestigioso profesor en mi universidad: estricto, culto y optimista, las tres mejores cualidades de un pedagogo.

-La Escuela Nueva premia la individualidad, padre- respondí riendo y él se rindió con otra sonrisa.

Bajé a toda prisa hacia la cocina, donde ya me esperaba un omelette de queso y una taza de café. Leí las noticias en mi celular mientras desayunaba por lo que, como de costumbre, se me hizo tarde. Corrí a mi recámara para lavarme los dientes y aplicarme un maquillaje express, cuando mi hermano ya tocaba mi puerta.

-Vanessa, me voy en cinco minutos y si no estás arriba del carro, te quedas- anunció a través de la puerta.

Tomé mi mochila y lo alcancé en las escaleras.

-Me vas a extrañar en unos días- le dije con recelo.

-Tal vez, pero al menos llegaré a tiempo a clases- contraatacó riendo.

Mi hermano se llama Esteban, es sólo un año mayor que yo y un destacado estudiante de la Facultad de Ciencias Químicas, que se encontraba en el mismo campus que la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades, donde yo estudiaba. Desde pequeños se nos comparó mucho, nuestros familiares y conocidos intentaban averiguar quién sería más inteligente o más exitoso entre los dos, cosa que no nos podía importar menos. Nuestra resolución se debía tal vez al ejemplo de nuestra madre, una célebre conferencista, como doctora en psicología, nos inculcó desde muy temprana edad el amor al conocimiento y el desprendimiento de expectativas ajenas que nos ocasionaran estrés o nos hicieran sentir un número.

-Suerte- le deseé al salir del auto.

-Que te vaya bien, adefesio- respondió sin inmutarse.

Nuestro campus pertenecía a la única universidad de renombre en nuestro estado, el cual de por sí era pequeño, nuestra educación siempre fue pública, pero muy bien cuidada. Después de recorrer medio campus llegué a mi facultad, un edificio viejo con paredes de roca, que le daban al lugar un aire aún más intelectual.

-Buenos días- saludé al personal de intendencia que regaba las maceteras antes de las siete de la mañana y ellos me respondieron sonrientes. Al volver la mirada hacia mi camino vislumbré a la profesora González y estuve a punto de girarme sobre mis pies.

Mi nombre es WilliamDonde viven las historias. Descúbrelo ahora