33. Comer perdices (1/2)

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Descubrir un fraude es importante y divertido, pero todavía no tenemos ni idea de cómo solucionar el enigma del tesoro. Mejor dicho: todos los demás no tienen ni idea, pero yo sí, porque mi hermana Ádelfa está muy exaltada y hace gestos y movimientos para que todo el mundo se acerque a ella.

"Creo que sé dónde se encuentra el tesoro. No nos hemos equivocado en contar pies, pero no hemos visto que hay un espacio entre la pared del pasillo y el muro exterior. Mira en la habitación de la abuela. Al lado de la entrada hay un armario empotrado, pero no es tan profundo como para cubrir todo el pasillo. Y cuando entremos en la habitación al otro lado, no hay un armario así. ¡Creo que hemos encontrado el espacio donde se encuentra el tesoro!"

No espera hasta que todos se hayan recuperado de la sorpresa y sigue: "Vicky, entra en la habitación de la abuela y quita toda la ropa del armario. Roberto, coge tu picador y rompe la pared que hay detrás del armario. Rápido porque ya mis nervios se están comportando como el agua mineral en una caja de fusibles y si tengo que esperar más, creo que el vapor saldrá por mis orejas."

Vicky e Ildefonso quitan toda la ropa y las cajas del armario. Roberto entra con su picador, gritando "Dame espacio, ponte atrás, aquí voy..." pero qué más quería decir no lo sabremos por el ruido que causa y además no podemos ver nada por las nubes blancas que salen.

Mi hermana me lanza un guiño mientras susurra: "Este sabe echar un buen polvo, ¿no?" pero no le doy ninguna respuesta, ni siquiera con un gesto. Cuando se acaba el sonido de los golpes y solo se oyen toses y gorgoteos, grito "¡Roberto! ¡Sal del armario! ¡YA!" y después de unos ruidos de caídas y de piedras rotas aparece Roberto en su papel del abominable hombre de las nieves, aunque por razones técnicas la nieve está reemplazada por yeso, cal y telarañas. Pero entre todo este blanco brilla algo con un color más interesante. Roberto tiene en sus manos, como si fueran sus dos hijos, dos estatuas de oro, cubiertas de gemas y joyas.

"Hay más. Creo que he contado siete.", dice mientras pone las muñecas de oro en el suelo, volviendo para buscar más. En ese momento no podemos hacer nada más que chillar, gritar de alegría. Vicky salta en los brazos de Ildefonso que la levanta en el aire mientras ríen como niños. Sandalio y Emilio bailan un baile que seguramente es gallego porque no creo que en la casa del Lord Sándwich alguien pueda aprender estas frivolidades. La Condesa salta en los brazos de Nacho, que nunca podía esperar que una dama noble le cayera bien, pero tampoco soporta su peso y juntos caen al suelo, pero muy bien porque se quedan riendo como unos novios recién casados. Los únicos dignos somos Ádelfa y yo. Expresamos la sonrisa de la victoria, nos miramos ambas a los ojos y, como si fuéramos una, decimos al unísono: "Lo hemos conseguido." Y después, por supuesto, saltamos y bailamos y gritamos más alto que los demás, porque aunque seas de la nobleza no significa que no puedas estar alegre.

Cuando la séptima estatua está fuera de su escondite, las llevamos todas al jardín donde las limpiamos con agua y jabón y las colocamos en fila para ver nuestro tesoro en su plena gloria. Aunque son más o menos igual de tamaño, cada muñeca es única. Cada cara es distinta a las demás y cada estatua tiene su propio color de joya: hay una esmeralda, una con rubís, una con zafiros, una con piedras de ámbar... y cada estatua tiene unos signos debajo de los pies que parecen formar sus nombres. Vicky intenta descifrar uno en voz alta: "C-U-E-X-C-O-M-A-T-E"

"¿Cuexcomate? Qué divertido. Este tesoro se llama como mi pueblo natal."

Es Roberto, que todavía está más blanco que un esquimal en un sorbete de vainilla, sacudiéndose para recuperar su aspecto perfecto otra vez. De repente cojo otra estatua y miro debajo de sus pies. "Cuexcomate. También Cuexcomate." Y los otros también tienen las mismas letras.

Roberto continua: "Hay una leyenda en mi pueblo, que me contaron mis abuelos cuando era un niño, que hace mucho tiempo los dioses del Arco Iris protegieron al pueblo contra las erupciones del volcán. Cada dios tenía uno de los colores del arco iris: morado, índigo, azul, verde, amarillo, naranja, rojo..."

"Amatista, zafiro, lapislázuli, esmeralda, topacio, ámbar, rubí..." susurra mi hermana. "Son dioses. En uno de sus viajes Don Pedro los robó del templo del pueblo de Roberto. Ahora entendemos cómo se ha hecho su fortuna: era un simple ladrón."

"¿Quieresdecir...?" pregunta la Condesa, y Vicky termina la pregunta: "¿...que este tesorono es nuestro, sino pertenece a Roberto y a la gente de su pueblo?"


Ádelfa y Ángora - una divertida aventuraWhere stories live. Discover now