Capítulo 8: Elegancia de Audrey.

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La mujer por fin alzó la vista. Parpadeó lentamente.

-Sí, lo recuerdo. Tomlinson y... Tomlinson-sonrió, divertida por aquella broma que sólo tenía gracia para ella. Eri le devolvió la sonrisa, sin saber a ciencia cierta de qué se reía: si de ella o de sí misma-. Fitz ahora está ocupado, os recibirá en unos minutos.

-Vale.

-Podéis esperar dentro, si queréis-murmuró, observando a una pareja que trataba de escabullirse. Se inclinó sobre su ventanilla y comenzó a gritar mientras el matrimonio desaparecía por una de las puertas que llevaban al pasillo-: ¡Eh! ¡Eh! ¿A dónde vais vosotros? ¿Y vuestra autorización?

Para esas cosas siempre levantaba la cabeza; era una verdadero lince.

Las pocas veces en las que Erika había entrado en esa sala se había sentido maravillada del esplendor del que hacía ostentación el colegio. No tenía ninguna historia particular; se había construido el siglo pasado, había sido una universidad durante casi toda su historia hasta que, en el siglo XX, los dueños del edificio decidieron que sería mucho más rentable montar allí una escuela. Pero esa carencia de historia de la que hacían alarde gran parte de los colegios, especialmente los más prestigiosos del país, no tenía nada que envidiar debido precisamente a las obras de arte que se conservaban dentro de ciertas salas, como era el caso de aquella.

Eri se acercó a la ventana mientras Louis se dejaba caer en un sillón. Había tenido clase con los grupos más jóvenes, de los más parlanchines y rebeldes, de modo que estaba lo bastante agotado como para no fijarse en cómo su mujer echaba un vistazo fuera, en dirección a los jardines, maravillándose con aquel pequeño oasis del que los estudiantes no podían disfrutar. Luego, Eri se giró sobre sus tacones y se plantó de nuevo cara a la sala. Contempló los enormes cuadros, las cortinas lamiendo el borde de las ventanas, los candelabros... todo era tan del siglo XIX, o incluso del XVIII, que no hacía más que encandilarla.

Louis levantó la mirada y la estudió con sus ojos color mar, los que, por suerte, había heredado su primogénito y su hija más pequeña.

-¿Sabes que todavía se te nota?

Eri frunció el ceño, fastidiada porque su ensoñación de ser una princesa de cuento de hadas correteando en un castillo que conocía mejor que la palma de su mano, con vestidos kilométricos que dejaban el suelo impoluto a su paso, se evaporó con la voz de Louis.

-¿El qué?

La sonrisa orgullosa de él, escondida tras su mano, le hizo saber de qué iba la cosa.

-¡Louis!-le recriminó ella. Él levantó las manos.

-Ni siquiera he dicho nada, nena. Relájate.

-Siempre te sales con la tuya, ¿eh?-rió ella, sentándose en las rodillas de él y dándole un beso. La adrenalina de la posibilidad de ser pillados no hacía más que aumentar el hambre de aquella bestia que Louis había desatado, y Eri tenía miedo de lo que podía hacer, pues, en ese momento, no conocía sus límites en absoluto.

-Sí.

-Quisiste ser cantante, y lo conseguiste. Quisiste ser futbolista, y también lo conseguiste. Quisiste ser famoso, cambiar las cosas, y lo conseguiste. ¿Me dejo algo?

-Sí. Quise casarme con la mejor mujer que uno pueda tener... y te conseguí.

-Te daría otro hijo más aquí mismo si no estuviéramos tan cerca del peligro.

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