Arreglo el broche que se abrió cuando lo tire y me lo vuelvo a colgar mientras Christopher hace un cheque en la mesita, me corroe la vergüenza recordando lo de ayer, estaba tan hundida que lo robe.

—Lamento lo del móvil, el dinero y el reloj —le digo—. Prometo pagarlo cuando se dé la oportunidad.

—Ya me cobraré como me gusta —se levanta a recoger lo que falta, guarda el arma y salimos juntos.

La sala está vacía, el coronel deja el cheque en una de las mesas y nos apresuramos a la puerta que no tiene seguro. Estoy tratando de no caer en la desesperación, de no dejarme llevar por la abstinencia, pero temo a que el impulso dure poco.

Abordamos la camioneta, inician las órdenes y me veo obligada a empinarme media botella del líquido que cargamos en el asiento trasero.

Procuro no joder mucho con los síntomas. La abstinencia en parte es un estado mental que suele empeorar cuando se le da protagonismo. El agua calma las náuseas y cuando la tomo seguido aísla un poco el dolor. Logro dormir en lapsos de tiempo, pero descansar no quita el peso, las ganas de salir corriendo y la sensación de asfixia.

Son episodios donde todo empeora, de diez a quince minutos donde sientes que eres una reverenda anomalía, tu mente busca paz apegándose a una sola cosa y...

—¡Detén el auto! —no hallo como ponerme, suelto el cinturón y me quito el vestido sucumbiendo al impulso repentino.

Saca el auto de la carretera y arrojo la prenda a la guantera.

—Supongo que no vas a vomitar así —dice y me le voy encima obligándolo a correr el asiento.

—Cojamos otra vez —empiezo a besarlo y no se rehúsa.

Deja que le quite la playera y le abra el pantalón mientras corre la tela de mis bragas, hunde los dedos comprobando mi humedad y me voy acomodando sobre el glande mientras se sujeta el tallo. Es algo rápido, besos largos y poco juego previo, sexo con esmero femenino ya que el espacio lo limita, pero no impide que sea el amortiguador de abstinencia en el camino. Un mismo patrón el cual busca un solo resultado apegándose a una secuencia.

Manoseo, sexo, orgasmo. Duermo.

Despierto, me toca, me corro. Duermo.

—Tócame —le suplico una y otra vez sobre sus piernas, no me importa que tenga que parar un sinfín de veces. No quiero abrumarme, quiero fantasear, correrme con caricias salvajes.

Su boca se convierte en HACOC, sus dedos en éxtasis y mi necesidad empeora con una droga más fuerte. Orgasmos, alternativa que me permite calmar el desespero.

A cada parada lo beso, lo provoco, me le subo encima y le ofrezco mis senos. Me excita que se prenda como un animal hambriento y me gusta el morbo que desprende su mirada oscura. Solo quiero que piense en mí y que no tenga cabida para nada más, me torno tan posesiva, tan ninfómana e insaciable.

—Ponme un límite —le pido.

—Luego —me chupetea el cuello.

—¡Jesús! —exclamo cuando aumenta el movimiento de sus dedos dentro de mi canal, no puedo contener los gemidos y tenso la espalda cuando empiezo a ver estrellas.

—Anda... mírame y córrete en mis dedos —se relame los labios cuando mis ojos se centran en los suyos estimulándome con premura, tomo uno de mis pechos y me muerdo los labios apaciguando las ganas de echar la cabeza atrás. Estallo.

¡Joder! No sé cuántos orgasmos van, pero este me deja atontada.

—¿Mejor? —pregunta y me prendo de su boca.

LUJURIA  - (Ya en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora