CAPÍTULO 4

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Cicatrices. 

Comunidad indígena Wayuu —La guajira/ Colombia.

Rachel.

El viento árido bombea la delgada tela de mi bata color marrón, cierro los ojos y disfruto de la exquisita sensación, la brisa es un privilegio que no me canso de percibir.

Es mediodía, el sol es una tortura para la piel ya que calienta la arena volviéndola un espectáculo de granitos brillantes.

Respiro hondo apoyando la espalda en la corteza del árbol Prezi que tengo atrás, esto me recuerda mi hogar en Arizona; el desierto, el calor, la arena brillante y naranja.

Mi recorrido no ha sido fácil, viajar no es divertido cuando eres un alma cambia formas la cual debe acoplarse al ambiente que le toque.

Sigo recuperándome de las heridas del pasado, cicatrizan, pero siguen ahí recordándome lo que soy y lo que fui.

Me recuerdan que no siempre fui un ser alejado y solitario, que fui amada y querida, que estuve a nada de serlo todo.

No todo ha sido malo, el tiempo transforma y no se salto la regla conmigo ya que me dio madurez, fuerzas y energía para no desfallecer y seguir en la lucha.

Durante un año tuve un duelo conmigo misma. Tenía dos opciones: hundirme o salir a flote, elegí la segunda y aquí estoy tratando de borrar mi pasado aferrándome a un incierto futuro. 

El primer año no fue fácil, partir de Londres fue el paso más difícil, el segundo fue encerrarme en un instituto para adictos en Filipinas, el HACOC estaba vivo en mis venas convirtiéndome en mi propia villana y fueron dias donde no supe quien era. 

Me deprimí, autolesione, lloré, sufrí y me negué a desfallecer.

Salte de instituto en instituto, la FEMFno podía establecerme en un solo punto, así que tuve que auto recluirme en cuatro países diferentes.

Centros llenos de personas desesperadas por salir del infierno de las drogas. Filipinas y Mumbai me dieron un apoyo moral que nunca olvidaré, me sacaron de las cenizas y me demostraron que con voluntad todo se puede.

Indonesia y Brasil me fortalecieron físicamente, me instruyeron sobre el autocontrol y libraron la batalla conmigo.

Corrí, pelee, llore y lo controle. Ya no era un caso perdido.

Me reté a mí misma en el segundo año, le di la cara al mundo y me convencí de que estaba curada, de que volvía a ser la misma de antes, casi recaigo, pero me mantuve en pie.

Esa fue la mejor forma de superarlo, tenerla frente a frente y decir "Ya no me controlas"

Cubrí las heridas físicas, verlas es un recordatorio de lo que viví y decidí no ocupar tiempo en eso.

Dos marcas, dos tatuajes, uno en el muslo y otro en las costillas. Sutiles y disimulados, vanidad para muchos, disfraces para mí.

Agradezco que los azotes de la espalda supieran sanar, no son más que leves líneas de las heridas que nunca olvidaré.

—¡Selene! —gritan— ¡Selene!

Me levanto cuando la horda de niños corre a mi sitio. 

—¡Va empezar! —avisan— Entregarán a Zahara.

Me arrastran a la aldea que esta en medio de un festín con música y comida. Me toman de la mano uniéndome a la celebración y eso es lo que amo de Suramérica. El calor humano que no mira de donde eres. Puedes venir de otro planeta y te van a recibir con el mejor de los abrazos.  

LUJURIA  - (Ya en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora