Capítulo Treinta y dos

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Miré a Santiago anonadada, sin poder creer lo que acababa de decir

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Miré a Santiago anonadada, sin poder creer lo que acababa de decir. Una tensión espantosa se instaló en mi estómago al observar la manera en la que le clavaba los ojos a mi hermana, nunca lo había visto tan molesto, las venas en su cuello se resaltaban con cada respiración brusca que soltaba.

Ladeé el rostro hacia Vanessa cuando escuché una corta risa llena de ironía, cruzó los brazos y dio un paso hacia el frente, con esa actitud confrontativa que me sacaba de quicio cuando éramos unas adolescentes.

—¿Maldita víbora? ¿Quién te crees tú para hablarme así a mí?

—Santi, no —me puse frente a él cuando vi su intención de responderle. La manera en la que se estaban encarando me parecía demasiado agresiva—. Santiago, no le digas nada por favor.

—¡Déjalo! ¡Deja que diga todo lo que quiera!

—Escupe tu veneno lejos de Valentina —le advirtió con demasiada rabia, aquel hombre que miraba a mi hermana con rencor, no era mi Santi.

La discusión me parecía fuera de lugar, el enojo de Santiago irracional. Mi hermana había soltado un comentario cruel y malintencionado, era consciente de ello, no obstante, la reacción de él no dejaba de parecerme exagerada y violenta.

—Santiago, no le hables así —pedí irritada.

—Entonces que no intenté hacerte sentir mal. No te metas con ella, con Valentina, no—exigió sulfurado.

—Es mi hermana, me meto con ella todo lo que yo quiera. ¿Quién te crees, aparecido? No eres nadie para decirme esto.

—¡Vanessa, basta! —intenté detenerla porque parecía querer irse encima de Santiago—. Estás haciendo un escándalo ¡Mira donde estamos! —señalé la tienda, dos de sus amigas se asomaban por la puerta muertas de curiosidad— ¡Santi! —le llamé a gritos al verlo alejarse con largas zancadas.

Me apresuré por seguirlo sin perderlo de vista, cruzó la calle y entró a un estacionamiento en donde finalmente lo alcancé.

—Santiago.

—No quiero hablar contigo, Valentina —respondió dándome la espalda. El sonido de la alarma de su auto al abrirlo hizo que detuviera mis pies, subió al carro y cerró la puerta sin ni siquiera dedicarme una mirada, atónita observé como encendió el motor.

—¿Me dejarás aquí?

No hubo respuesta, bajó dejando la puerta abierta, tomó mi mano y sin mediar palabras me guio hasta el asiento del copiloto en donde entré por voluntad propia. Cerré los ojos al escuchar la forma brusca en la que azotó su puerta, respiró profundo y se puso el cinturón.

—Te estaba atacando, Valentina, con toda la mala intención del mundo.

—Lo sé, lo sé —reconocí desesperada.

Un desastre llamado Valentina (Ahora gratis)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora