Epílogo

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4,709 días después.


Una melodía, un piano tocando, eso había despertado sus sentidos. Primero el sonido había entrado por sus oídos, luego había abierto los ojos a un mundo borroso que fue adquiriendo nitidez. ¿Qué percibía su olfato? ¿Canela?, pensó Romeo. Romeo se movió debajo de las sábanas, rozando las piernas ligeramente flexionadas de Elena, quien dormía viendo en su dirección. Contempló su rostro con detenimiento, hilos rojos cruzaban por su cara pecosa y se movían cada vez que Elena respiraba. Romeo acarició con suavidad su mejilla, para su sorpresa, los labios de Elena se curvaron en una sonrisa.

—Buenos días, amor. —Susurró Elena, abriendo los ojos.

—Preciosa —dijo Romeo a modo de saludo—. ¿Cuánto llevas despierta?

—Suficiente para sentir que te movías. Creo que se nos olvidó apagar la música.

—Y la vela. —Agregó el hombre entrelazando sus manos con las de Elena debajo de las sábanas.

—Sí, claro, la vela también —Elena soltó una risita contagiosa.

Se tornó hacia la mesita de noche donde esperaba la vela, se levantó apoyando los codos en el colchón y sopló, sintiendo la sábana bajar por su espalda desnuda. Cuando se giró de nuevo hacia su esposo, sin vergüenza de ser observada, y le sonrió recordando la romántica cena que tuvieron muy entrada la noche, un par de horas después de que su hija mayor —Cassandra Atenea— se fuese a dormir una vez que vio el final de una comedia que llevaba tiempo deseando ver.

—Me gusta despertar contigo a mi lado. —Confesó arrastrándose de regreso a su lugar, entre los brazos de Romeo. Este le plantó un beso en la frente como agradecimiento.

—Dormilona.

—Debo disfrutarlo mientras pueda, no falta el día en que uno de los niños me gane mi lugar —dijo haciendo un puchero.

Romeo se llevó las manos de Elena a los labios y besó cada uno de sus dedos, además de los fríos anillos de la mano izquierda, aquella mano solo tenía dos anillos. Ambos se los había colocado él con el corazón desbocado.

El primero que deslizó por su dedo fue cuando le propuso matrimonio. Estaba nervioso, temeroso por la respuesta que recibiría, pero también emocionado. Romeo recordaba a la perfección ese día de diciembre, un par de días antes de Navidad, pero era Elena la que podía describir cada detalle de su alrededor, del bosque y ellos; el olor de los pinos, el sonido de los pájaros carpinteros, el dulce sabor del pastel que juntos habían cocinado y la alegría burbujeante que recorría su cuerpo al tener a su único amor arrodillado con una cajita negra y un bello anillo en su interior. Elena se enteraría años después que ese anillo lo había encontrado en su viaje a Alemania, esa vez que la dejó con Artemisa por primera vez. ¡Dos años con el anillo! Elena no lo creyó al principio, exactamente nueve meses después, cuando el segundo anillo llegó, una alianza con sus nombres y dos estrellas grabadas en el interior.

—Piensas —murmuró Elena acomodándose en el costado de Romeo, aun con una mano entrelazada—, como siempre... en cursilerías.

—Pensaba en la historia de esos dos anillos en tu mano. —Los señaló.

—Cursilerías, Romeo —Su intento de sonar seria falló por culpa de su risa estruendosa, se irguió y le dio un largo beso en los labios—. Cuando me separe de ellos será el día que me separe de ti, y ese día llegará cuando dé mi último suspiro. Y te aviso que planeo vivir muchos años.

—Entre estés más tiempo conmigo, mejor.

Elena sonrió, dibujando un círculo en el pecho de Romeo.

El juego de Artemisa | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora