XXXIII

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La cuestión no es "ser o no ser", "vivir o sobrevivir". 

La cuestión es saber aprovechar el tiempo para hacer el bien o derrochar esa valiosa unidad en frivolidades, egoísmo y practicando antivalores.


La noche de la boda de Atenea y Paris —la misma fecha en que Romeo y Elena cumplían seis meses de novios— todos llegaron a la hora que se citó para dar inicio a la misa. El novio había aparecido una media hora antes con los nervios en la garganta, amenazando con producir estragos en su elegante traje. Pidió la presencia de su hermano y rápido apareció Romeo a su lado.

Paris estaba pálido, como una hoja. Sus claros ojos azules, marca de todo Dalmas, lucían excesivamente nerviosos y emocionados. Romeo lo obligó a sentarse cuando notó que sus piernas le temblaban. Le dijo lo mejor de su lista para domar la ansiedad, pero no surtió efecto. Se estaba derritiendo por los nervios que ardían en su sangre. Estaría diciendo "acepto" a iniciar una parte muy importante de su vida, se iba a casar con el amor de su vida.

Romeo recordaba esa cara nerviosa transformarse en una de sorpresa, emoción y felicidad cuando vio a Atenea caminando rumbo al altar. La sonrisa se le iba a salir de la cara, solo no pudo controlar una lágrima que rodó por su mejilla. Realmente, pensó Romeo en ese momento, están viviendo su cuento de hadas.

Esa noche, después de escuchar sus votos, Romeo pidió un deseo que guardó como el único secreto que Elena nunca conoció.

∞∞∞

Una vez más estaban en el auto viajando de una ciudad a otra. Romeo había tomado una ruta distinta, un poco más larga, pero que pasaba por paisajes que Artemisa nunca había visto. Las ventanas estaban abajo, menos una del asiento trasero por miedo a que Josefo Nicolás brincara del coche. Elena lo creía muy posible, especialmente si se topaban con vacas a los lados de la carretera, ese perro tenía un extraño gusto por esos animales.

—¿Por qué el coche no tiene tele? —Preguntó Artemisa arrastrando a Josefo Nicolás a su regazo.

—Bueno... porque si tuviera tele tú no estarías hablando —dijo Elena asomándose, le guiñó un ojo.

—¡Claro que sí! ¿Verdad que sí estaría hablando, tío Romeo?

Romeo no respondió, continuó con la vista al frente como si nadie le hubiera hecho pregunta alguna.

—¡Tío Romeo!

—¿Qué pasa, linda? —Preguntó despertando de sus recuerdos.

—¡Te hice una pregunta! —Se quejó Artemisa haciendo un puchero.

El joven pidió ayuda a Elena con la mirada, pero ella solo sonrió haciéndole ver que era su problema.

—¿Serías un sol y me la repites?

—No soy un sol —Artemisa levantó el dedo índice de la mano derecha, alzó las cejas y volvió a hablar pausadamente—: Soy una diosa, tío Romeo. Mi papá lo decía.

—Y los hijos a la edad de Artemis piensan que lo que dicen sus padres es la verdad absoluta —dijo Elena en voz baja, solo Romeo lo escuchó. Se giró y la miró sonriente—. Es bonito, ¿no? Cuando la inocencia no ha sido manchada.

Romeo deslizó su mano por la pierna de Elena hasta llegar a su rodilla, le dio un suave apretón. Elena bajó la mirada sintiendo hormigas subiendo desde la rodilla, pero no era más que la reacción de su cuerpo al roce de la mano de Romeo.

—¿Verdad que sí estaría hablando? —Repitió Artemisa hundiendo su manita en el pelaje del perrito. La emoción se apropió de sus manos y terminó frotándoselo en la cara. Josefo Nicolás encantado, le lamía la cara—. ¡Bonito perrito! ¡Jo-se-fo Ni-co-lás! ¡Qué lindo!

El juego de Artemisa | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora