XV

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Perdón. Mamá me dice que use esa palabra cuando no digo cosas bonitas y me siento mal.

Arre... Arrepato... Arrepitido... creo que esa era la palabra. ¡Arrepitido!


El sol golpeó su cara muy temprano por la mañana. Elena jaló las sábanas por encima de su cabeza. Ahora ya no le molestaban los rayos solares, pero se sofocaba. Maldijo en su mente por haber mantenido la orientación de su cama en verano, durante sus sagradas vacaciones. Merezco dormir, no morir empanizada a las seis y media de la mañana. Gruñó y pateó las sábanas hasta escucharlas caer al suelo. Sonrío a nadie en particular, se estiró sobre la cama y luego volvió a convertirse en un ovillo.

Unas quince ovejas antes de caer en un sueño profundo, Elena creyó oír metal colisionando con el suelo. Lo confirmó, volvió a escuchar el ruido. Rodó sobre su costado para comprobar que Artemisa estuviera dormida, aunque no era necesario, sentía la curvatura en el colchón creada por el peso de la niña. A duras penas salió de la cama, pasó por encima de las pantuflas en su camino rumbo a las escaleras y olvidó poner la barrera de almohadas.

Bostezó sin molestarse en tapar su boca, ¿qué más daba? No la estaba viendo la reina Isabel II.

—¿Romeo? —inquirió Elena viéndolo con la cacerola en la mano—. ¿Qué haces? ¿No es muy temprano para andar cocinando?

—Iba a preparar la sopa favorita de Artemisa antes de irme —dejó el objeto sobre la isla y apoyó los brazos, consiguiendo que sus músculos se marcaran.

Elena los pasó por alto por estar más dormida que despierta, en otro caso no quitaría la vista de encima. No era una observadora muy discreta.

—¿Pensabas marcharte sin despedirte? —preguntó cruzando los brazos sobre su pecho, alzó una ceja para demostrar que su disgusto era mayor—. Aunque te vayas a ir solo para una junta y regreses de inmediato, deberías decir adiós.

—Me despedí ayer en la noche.

—Sí, para ir a dormir —dijo con obviedad. Elena negó con la cabeza. ¿Por qué los hombres tienen que ser tan estúpidos?—. Puedo soportar que no quieras despedirte de mí, pero de Artemisa... Romeo, por favor, ¿sabes cómo se pondría? Pensaría que te hice algo. ¿No la viste ayer? Me hubiera acuchillado si eso significara que se iría a vivir contigo.

—Oh...

—¿Sólo eso? ¿"Oh"? —rodó los ojos. Le dieron ganas de darle un golpe en la cabeza.

Muy inteligente en unas cosas, pero otras no se le dan para nada.

Segundos después lo veía estremecerse y frotarse los brazos. A Elena le extrañó mucho, porque el calor era infernal. Juraba que si ponía un huevo en una sartén, esta se calentaría lo suficiente para cocinarlo. Todo eso sin apoyo de fuego. Era imposible que Romeo sintiera frío. El dolor de cabeza, gritó la consciencia de Elena, la noche anterior lo había visto tomarse una pastilla para el dolor.

Atravesó los metros que los separaba y se puso de puntitas para alcanzar su frente, fue bajando sus manos hasta su cuello. Romeo estaba hirviendo.

—¿Por qué no dices que te sientes mal? —exigió.

Romeo retrocedió.

—Estoy muy bien, gracias —su cuerpo lo contradijo, pues un ataque de tos lo abordó. Agarró la cacerola de nuevo y se dirigió al botellón de agua. Elena puso una mano encima del botón antes que Romeo pudiera presionarlo—. Elena, necesito llenarla.

—Tú te vas a la cama y de ahí no sales —dijo autoritaria, le quitó la cacerola de las manos y la guardó en su lugar.

Romeo la miraba sorprendido, había olvidado esa faceta de Elena. La chica que se comportaba como si fuera su mamá o una enfermera estricta. El muchacho tardó unos segundos en reaccionar.

El juego de Artemisa | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora