XVI

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Artemisa. La que había acelerado la expansión del universo.

Le debo mi felicidad.


Los corazones acorazados son siempre los más hermosos. Romeo conocía el de Elena, su defensa no podía ser considerada "impenetrable". Una vez que la convencías, que le dabas las pruebas que ella quería, el muro de cristal se desplomaba. ¿Por qué cristal? Es frágil, pero su transparencia te muestra lo que puede ser tuyo. La calidez que te puede envolver si demuestras ser digno de sus sentimientos.

Romeo quería probar en su esplendor ese torrente cálido que llamaban amor. Bañarse en sus aguas. Las pequeñas muestras que Elena le había enseñado solo hacían que su deseo aumentara. La quería tan cerca como la tuvo antes. No físicamente, uno podía estar cerca y sentirse a kilómetros de distancia. Romeo quería sentir que sus almas estaban cerca, no, que se fundían.

Romeo amaba a Elena.

Elena amaba a Romeo.

Lo que crecía en su corazón podía asustarla a veces. Para los catorce años, Elena había tenido un par de crushes secretos. Su primera experiencia como chica enamorada había sido con Romeo. Recordaba haber comparado lo que sentía con el cielo, que es enorme. El límite en ese entonces era el cielo. Ahora, muchos años después, el amor que sentía por él se extendía más allá del cielo. Mi amor es como el universo, está en constante expansión. Inmenso, desconocido. Le daba miedo perderse en sus sentimientos y olvidarse por completo de su persona, de Elena Hall.

Romeo no lo permitiría, se dijo saliendo de la tina.

El agua resbaló por su cuerpo, abandonando cada centímetro de piel y cabello que había cubierto por los treinta minutos que duró el relajante baño acompañado de velas con aroma a vainilla. Miró la palma de su mano, dibujando con el dedo índice las líneas que la adornaban. La piel suave y húmeda. Elena no creía en la quiromancia, pero una vez más le daba curiosidad. ¿Qué dirían esas líneas?

—¡Tía Elena! —llamó Artemisa, tocando la puerta sucesivas veces. Elena imaginó que hacía un puchero, no sonaba muy contenta—. ¡Apúrate! Quiero salir.

—Un segundo... —buscó la toalla. Al no encontrarla, resopló. Ya sabía porqué había sentido que se le olvidaba algo cuando se deslizó por un costado de la tina. La dejó sobre la cama—. ¿Artemisa? ¿Me pasas mi toalla, por favor?

—¿Eh? —oyó que la niña decía, le siguió un gritito de sorpresa y el ruido de libros cayéndose.

Elena presionó sus parpados hasta ver negro.

Siguen vivos. No se dieron en la torre.

Dos golpes en el centro de la puerta. Elena se escondió detrás, extendió su brazo y fue tanteando hasta tocar la tela mullida de la toalla. Sus dedos fueron un poco más allá, haciendo contacto con una mano demasiado grande para ser de Artemisa. Lo único que le impidió gritarle fue la posición de la mano, Romeo debía estar apoyado en la pared, de otra forma sería muy incómodo. Le agradeció y en cuanto la última punta de la toalla entró al baño, Elena cerró la puerta con un accidental portazo.

—¿Cuál es el estado de mis libros? —preguntó saliendo del baño con la toalla imitando un turbante.

—En perfecto estado —respondió Romeo terminando de apilar en la repisa los objetos en cuestión.

—Mmm...

Elena repasó rápidamente los títulos, torció la boca y cambió unos libros de lugar.

—Listo.

—No entiendo cómo los puedes tener en orden —comentó Romeo admirando las repisas, eran cinco en total y el arreglo cambiaba en cada nivel. Veía libros conocidos, copias que le había regalado y un par que nunca le regresó, además de los libros que leyeron juntos—. ¿Terminaste Rayuela?

El juego de Artemisa | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora