XVIII

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Hemos viajado mucho. 

Quiero ir a más lugares.


Se despertaron muy temprano, el sol se fugaba por una rendija del cielo y empezaba a teñir las nubes de naranja, rosado y morado. Era bella la vista que tenían, Elena tenía la suerte de contar con ventanales que daban en esa dirección. Romeo tomaba su café parado frente al ventanal, viendo que la estrella se levantara. Como era costumbre, solo llevaba el pantalón del pijama. Antes Elena se hubiera distraído, culpen a las hormonas de Elena o a las horas en el gimnasio de Romeo, pero algo más de dos semanas habían sido suficientes para caminar por su casa y concentrarse en otras tareas.

—¿Qué quieres para desayunar? No me digas que solo vas a tener tu café —dijo Elena desde la cocina.

—Lo mismo que tú.

—¿Un plato de Corn Flakes con leche, yogurt de durazno, amaranto, rodajas de plátano y un poco de granola?

Romeo se dio la media vuelta, su expresión decía que Elena estaba más que chiflada. Loca de remate.

—No, señorita nutritiva. Una pieza de pan está bien —respondió Romeo, recordando si quedaba pan o no. Elena sabía mejor que él.

—Eso pensé.

El desayuno transcurrió en silencio, a excepción de las cortas frases como "¿me pasas tal cosa?" y "gracias". En más de una ocasión a uno se le cayó el contenido de su cuchara —Romeo se había servido un pequeño tazón de yogurt para complementar el pan— o el vaso amenazó con derramar el contenido. Estaban fulminados. Dios era grande y por eso no estaban tirados en el suelo, dormidos, con la mejilla pegada a la alfombra y las nalgas en alto.

Mientras Elena se adelantaba a acomodar en el asiento trasero del deportivo la almohada y la manta para el camino, Romeo cargaba a una Artemisa profundamente dormida. La niña se despertó unos segundos cuando sintió que la soltaban.

—Sh, sh —decía Romeo y Artemisa cerró de nuevo los ojos.

El muchacho acarició la cabeza de la niña. La mano de Elena bajó a su brazo cuando se paró frente a la puerta, contemplando a la pequeña princesa durmiente.

—Y pensar que alguna vez todos fuimos niños —suspiró—. A veces lo olvidamos, ¿te parece?

—Es una desgracia... parece que crecemos, maduramos, perdemos la inocencia, la vida nos moldea a su antojo y al final usamos todos los conocimientos adquiridos en la vida para proteger a nuestros hijos.

—¿Hijos?

—Si Dios quiere, voy a cuidar de esta niña hasta que sea una mujer, e incluso después de eso. La hija de mi hermana, terminaré amando a Artemisa como si fuera mi propia hija —Elena guardó silencio—. E-es un poco intimidante a decir verdad.

—¿Confías en ti?

—Sí.

—Entonces no tienes problemas.

Puso punto final al tema con una confidente sonrisa que trajo a Elena la medida correcta de tranquilidad. Agradecía sus palabras certeras. Veía a Romeo como un pilar de mármol, una persona que estaría apoyándola hasta el final. ¿Por qué no lo había visto antes? Cada vez le parecía más imposible que el chico no hubiera ayudado en los eventos de dos años atrás. Quizá el estrés y la necesidad de desahogarse con alguien la habían cegado. Las costras se iban despegando vertiginosamente de sus ojos. Veía más claro, más nítido. Ya no estaba ciega.


Seis horas de viaje y una más para descansar, Romeo se robaba quince minutos para releer la información que su jefe le había mandado, tomó un té en ese lapso de tiempo. Un relajante. Justo lo que necesitaba. Entonces, se levantó de un brinco, alcanzó el blazer azul marino y fue al cuarto de invitados. No esperó que notaran su presencia, caminó a la cama y se despidió de las chicas. Ya estaba a la mitad del cuarto cuando recordó un detalle de suma importancia que esperaba en su bolsillo.

El juego de Artemisa | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora