XXII

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 ¿Cómo se roban los corazones sin que nos demos cuenta? Al abrir los ojos, ya es demasiado tarde. Recuperar mi corazón es muy difícil, pero tampoco tengo la intención. Mi corazón está en buenas manos, así como yo sostengo el suyo, pegado a mí pecho.


Palmeó el lado vacío de la cama, abriendo los ojos lentamente dándose cuenta de que faltaba la chica recostada allí. El último golpecito que le dio a la colcha fue acompañado por una sensación extraña, Romeo se sentía incompleto y le causaba confusión, porque Elena no había ocupado ese espacio durante mucho tiempo. Uno no se acostumbra tan rápido, pensó haciendo a un lado las sábanas que se le pegaban al cuerpo, deseó rodar y atrapar a Elena entre sus brazos. Especialmente después del accidente. Quería sentirla viva al dormir, quería ver relajados sus músculos faciales, quería sincronizar su respiración con la de ella, quería tantas cosas que no podía ver el final de la lista.

La quería a ella, completa. En cuerpo y alma.

Romeo se preparó una taza de café, que lo acompañó al buzón a buscar el periódico del día. Le dio un sorbo, leyendo las grandes letras negras. Lo mismo del día anterior y del anterior a ese. Lamentó haberse perdido las noticias anteriores relacionadas con el tema, le había parecido muy interesante cuando apareció días atrás la primera nota al respecto. Ahora tendría que ponerse al día si quería entender lo que sucedía en el medio.

Que se detenga el mundo, quiero un respiro. Uno. Lo prometo. Después sigo con mi vida.

Su siguiente escala fue el cuarto donde dormían las chicas. Abrió la puerta con sigilo, no quería despertar a ninguna de las dos. Entre su lista de deseos no figuraba descubrir quién se despertaba más irritable si interrumpían su sueño. Artemisa lo heredó de su madre, nosotros los Dalmas somos inofensivos. La ternura lo envolvió al verlas acurrucadas en el centro de la cama, Artemisa estaba hecha un ovillo con la cara pegada a la panza de Elena, que tenía un brazo rodeando la espalda de la niña.

—Que miren los que no lo creen, las diablillas se hacen pasar por angelitos —susurró Romeo al pie de la cama, se sentó en la punta más alejada y las observó en silencio.

Le daba una paz tremenda verlas ahí, durmiendo como si estuvieran en una nube a kilómetros del problema más pequeño. Las comisuras de los labios de Artemisa estaban curvadas hacia arriba, asumió que soñaba con cosas que los niños amaban, ¿dulces? ¿Juguetes? Contempló la posibilidad de que soñara con sus padres. En lugar de convertir sus pensamientos en una masa gris, Romeo encontró colores brillantes. Deseó que si estaba en lo cierto, Artemisa siguiera unas horas más en el reino de los sueños. Lo que daría por verlos, pensó.

—¿Romeo? —lo llamó Elena adormilada tras escuchar las casi silenciosas pisadas que dio al acercarse a la puerta. El muchacho respondió con un sonido nasal y las puntas de sus dedos tocaron su brazo—. Creo que me quedé dormida con la nena.

—¿Crees?

Volvió a sentarse en el colchón, dejó que su mano reposara en la curva de la cintura de Elena. Era un movimiento involuntario, algo que le salía natural.

—Hasta donde yo me quedé, no regresaste. ¡Me dejaste solo abrazando a la almohada! —dramatizó tirándose de espaldas, cayendo sobre el costado de Elena. Las vibraciones de su cuerpo le sacaron una sonrisa, la mejor forma de empezar el día.

—¡Ssshh! Despertarás a Artemis —murmuró Elena contorsionando su brazo para alcanzar el cabello de Romeo. Su atención pasó a la niña un segundo, se había movido en dirección contraria a ellos, dejándole más libertad para moverse—. Así que abrazando a la almohada... de verdad que eres un dramático.

El juego de Artemisa | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora