XII

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Mamá, yo y papá. Me iban a traer un perrito, no como Josefo Nicolás, uno más grande. ¿Dónde se quedó?

Artemisa reía, mientras sus tíos la levantaban del suelo y la columpiaban unos segundos, cada uno agarrando con delicada fuerza sus pequeñas manos. Elena vio de reojo a Romeo observando a la pequeña, con una sonrisa tierna. A Romeo le gustaban los niños, Elena lo sentía, lo sabía sin necesidad de preguntar. La segunda vez que lo miró, Romeo la atrapó en el acto. Elena alzó las cejas avergonzada y bajó la vista a Artemisa.

—¡No corras en las escaleras! —le gritó Elena a Artemisa en las escaleras—. ¿Cómo tiene tanta energía? —preguntó al aire, apoyándose en el barandal metálico.

Romeo apretó su hombro derecho.

—Es una niña.

—No recuerdo haber sido tan energética —replicó Elena, terminando el descanso para recargar energía.

Romeo se quedó en el segundo peldaño, siguiendo a Elena con la mirada. Cada movimiento de sus brazos. El vuelo de su melena pelirroja. Los quejidos de cansancio. Casi podía acariciarla con sus ojos, Elena sentía manos invisibles desnudándola capa por capa. Rotó sobre sus tobillos, profundamente interesada en descubrir qué era lo que Romeo veía en ella que no podía poner su atención en otro lado. Lo estudió como lo hace una persona en busca de respuestas imprescindibles.

—Hace dos años hubiera brincado a tus brazos, Romeo Dalmas.

—Aún me amas, Elena, no tenemos que tener un mar de distancia entre nosotros —dejó caer las manos a sus costados.

—N-no lo sé, Romeo —tartamudeó Elena, cambiando su peso de una pierna a la otra—. Amar no es suficiente, ¿sabes? Quizá sea lo más importante en una relación, hay que alimentarla de amor, pero es indiscutible el hecho de que se necesita más que eso —levantó un dedo a tiempo para evitar que Romeo la interrumpiera—. Deja de lado las peleas... tarde o temprano tendríamos que pasar por ellas, aunque hubiera preferido que no se dieran todas el mismo año... Pero, Romeo, me dejaste sola cuando necesitaba a mi novio haciendo de respaldo para enfrentarme a mis padres cada vez que tocábamos el tema de la carrera. ¡Te quedabas callado en ese tema! Jamás saliste en mi defensa o me dijiste algo positivo.

—Era tu decisión...

—¡Romeo! —su voz se empezó a quebrar—. ¡Ni siquiera querías hablar del tema! Mi madre me hacía llorar y tú te limitabas a dirigir la conversación a otro rumbo, esperando que me olvidara. Te necesitaba... y no estuviste, me sentí sola, Romeo. Sola. Si no estuviste ayer, ¿qué tienes para demostrarme que estarás mañana cuando te necesite?

—Estoy aquí, ahora. ¿Eso no cuenta?

—No insistas, por favor, Romeo —Elena jugaba con sus dedos.

—¿Piensas ignorar lo que sientes? —preguntó impresionado.

Esa no era la Elena que conocía, ella hacía lo que su corazón le indicaba, por menos que le agradara a su cabeza.

—No le puedo pedir al esposo lo que no hizo cuando era novio —dijo esbozando una triste sonrisa que no le llegó hasta los ojos.

—¿No...?

—¡Romeo! —lo interrumpió alzando la mano—. Basta, las personas no aprenden. ¿Entiendes? Por algo la vida es un ciclo redondo. Todo se repite sin excepción.

—Pensé que la vida era un juego de ajedrez.

Elena lo fulminó con la mirada y se apresuró a dejarlo atrás.

La conciencia le pesó de camino a la casa de su abuela, gritaba todo lo que nunca quiso ver. Lo que escondió en su corazón detrás de barrotes, muros de barro, cristal y diamante para que no pueda salir; el incidente de horas atrás había roto las barreras con las mentiras que se había repetido en dos años hasta creerlas verdad. No fue culpa de Romeo. Elena sentía su corazón ahogándose en agua fría. Siempre es agua. Una grieta era necesaria para que la verdad se filtrara.

El juego de Artemisa | COMPLETAWhere stories live. Discover now