XIV

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El trabajo en una ciudad. Las chicas en otra. Seis horas de distancia que recorreré para verlas.

Si no es amor, no entiendo qué es.


La vecina de cabello cano era la señora de mayor edad en la torre departamental. Vivía con su nieta, una estudiante de preparatoria que se reusó a mudarse; prefería quedarse con su abuela y cuidar del pobre loro a empezar de nuevo en una ciudad desconocida. La nieta, Lilibeth, movía la jaula del ave dos veces al día. Por la mañana la sacaba al balcón y a las dos de la tarde la trasladaba de regreso a la sala.

Durante la época de clases ignoraba lo que sucedía, pero en vacaciones se hacían insoportables los ladridos agudos del Pomerania de Elena y las palabras que repetía el loro. Una extraña conversación entre animales. A últimas fechas el ruido había aumentado, el perro ladraba, una niña que desconocía gritaba divertida y el loro hablaba. Lilibeth se estaba cansado de tanto ruido.

—¡Pancracio! —le llamó la atención Lilibeth.

El loro giró la cabeza.

—¡Silencio!

—¡Silencio! —repitió el loro.

El loro de pulcras plumas verdes continuó respondiendo los ladridos de Josefo Nicolás. Quizá si fuera un poco más inteligente habría aprendido el significado de la palabra "silencio", desgraciadamente ese no era el caso, así que Lilibeth estuvo refunfuñando el resto de la mañana.

Al bajar a su buzón halló un sobre manila, tenía el tamaño de un libro pequeño, y un par de revistas a las que estaba suscrita. No se molestó en checar que hayan colocado los paquetes en el buzón correcto, nunca había error. ¿Qué le decía que aquel día sería distinto? Lilibeth cerró el buzón con candado, caminó por la recepción saludando vagamente al intendente y subió al elevador cuando se abrieron las puertas, leyendo un par de párrafos de un artículo de su revista favorita.

—Hola, Lily —saludó una vecina.

—Hola, Nancy —respondió sin levantar la vista.

Lilibeth resbaló el sobre amarillo sobre la mesa de cristal y se encerró en su habitación, ignorando por completo las enormes letras moradas en cursiva que decían "Elena Hall".

Decir que Josefo Nicolás se mantenía quieto era como esperar que Elena se despertara antes que Artemisa o Romeo, una falacia. El perrito brincaba, caminaba, trotaba e incluso hablaría de ser posible, pero jamás de los jamases se quedaría más de un segundo sin moverse. Podían verlo tranquilo y sentado, sin embargo, Josefo Nicolás estaría moviendo la cola, la pata... ¡hasta la nariz! Por eso se llevaba tan bien con Artemisa, ambos eran baterías cargadas hasta el tope por la eternidad.

—¡Josefo Nicolás va ganando! —informaba Romeo con una hoja en forma de cono pegada a su boca—. ¡Artemisa se le acerca! ¡La carrera va muy reñida!

Artemisa rodeó el sillón de la sala con Josefo Nicolás pisándole los talones.

—¡Quedan unos metros! ¡¿Quién será el vencedor?!

La niña apretó la velocidad y sus labios se convirtieron en una línea recta.

—¡El pequeño can va retomando la delantera! ¡Artemisa está a nada de pasarlo!

El perrito se distrajo frente a la puerta corrediza que daba al balcón, se detuvo a ladrar al loro de la vecina.

—¡Gané! —exclamó Artemisa levantando una mano, mientras con la otra abrazaba las piernas de Elena. Le sonrió a su tía—. Tengo sed.

El juego de Artemisa | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora