—¡Las galletas cuestan veinte pesos! —respondió Artemisa antes de darle oportunidad a Elena de responder.

—Es mucho. Hazme un descuento... por ser tu querido tío.

—Pero yo no te quiero —dijo Artemisa con inocencia, haciendo aletear sus largas pestañas.

—¿Cómo? —preguntó Romeo sin creer lo que había escuchado.

Elena rodeó a su novio por los hombros y le plantó un beso en la mejilla.

—Que no te quiere, escuchaste bien, tontillo.

—¿Quién no me quiere? Eso es imposible —Elena rodó los ojos viéndolo entrar en modo dramático—. Soy el mejor tío del mundo.

—Hace mucho que no veía a tu hermoso ego por los cielos —esperó que Romeo prendiera la laptop y pusiera la contraseña de su sesión, una larga y complicada combinación de números, letras y símbolos.

Para la tercera vez que presionó una tecla, Elena ya había olvidado la primera.

—¿Trabajando desde tan temprano?

—Tienes la suerte de estar de vacaciones, yo tengo un trabajo por cumplir. Créeme que amaría ponerme a cocinar con mis amadas chicas a las... —miró el reloj en la pared—, a las cuatro de la tarde de un miércoles.

—En una semana estaré trabajando en el café de la familia de Flora.

Elena se estiró sobre la mesa y alcanzó el plato de frutas que siempre descansaba allí. Agarró la última manzana roja que quedaba y le dio un jugoso mordisco.

—Supongo que estaremos iguales.

Romeo puso su mano sobre la de Elena, sus dedos se deslizaron en los huecos que separaban los de ella y se llevó la manzana a la boca. Enganchando sus ojos juguetones en los de Elena, le dio una mordida.

—Qué delicia, espero las galletas queden tan buenas o mejores que esta manzana.

—¡Mejores, tío Romeo!

Una vez que Romeo recibió un mensaje de su jefe acerca de unos datos que necesitaba, ninguna de las chicas lo sacó de su trabajo. Por otro lado, ellas también estaban ocupadas haciendo la masa. Elena tenía un ojo en la batidora y el otro en Artemisa, uno nunca sabía qué se le ocurriría a esa mente curiosa e inteligente. Elena la detuvo dos veces de lastimarse con el rodillo de madera, la cachó una vez probando la harina y un centenar de ocasiones vio de reojo una mano pequeñita infiltrándose en la bolsa de chispas de chocolate.

Chocolatera tenías que ser, pensó Elena prendiendo el horno.

Le explicó lo que sucedería y Artemisa escuchó atentamente, mirando con interés el horno. ¿Si tocaba la puerta negra se quemaría? Tía Elena había dicho que sí, pero quería comprobarlo. Gracias al cielo el miedo hizo que mantuviera sus manos alejadas del cristal, no quería quemarse.

Para Artemisa la parte más divertida, además de comer las galletas recién horneadas, fue hundir los cortapastas con formas de calabaza, pino de navidad, estrella y otros objetos festivos. Cuando Elena quiso ayudar, Artemisa le dio un suave empujoncito en las piernas y coronó el gesto con una mueca de disgusto. Más que molestarle, a Elena le dio risa la reacción de la niña.

—Tan pequeña ya hace de general —replicó Elena pasando a detrás de Romeo.

—Lo sacó de tu familia.

—Lo dices como si fuera algo malo —refunfuñó la muchacha levantando la barbilla.

—Hay de general a general, Elena. ¿Cuál recordaste? —explicó Romeo dándole un toque de serenidad a sus palabras.

El juego de Artemisa | COMPLETAWhere stories live. Discover now