La verdad siempre encuentra su camino a la luz.

No había vuelto a hablar con Romeo, cada vez que lo veía quería desaparecer. Ni siquiera se habían dirigido la palabra con Artemisa presente. No fingirían estar bien delante de ella, sería un fracaso. Se conocían lo suficiente para saberlo, como actores morirían de hambre.

Romeo aparcó en el espacio disponible en la cochera. Hizo un escaneo rápido de los alrededores. Los vecinos eran los mismos, pero unos años mayores. Las casas blancas habían perdido su color original, pero seguían teniendo los bonitos jardines verdes, con fuentes en buen estado. La casa de la abuela era la más pequeña del vecindario, un piso con dos recámaras. Suficiente para dos personas, el abuelo —que salía a trabajar por las mañanas— y la madre de la señora Hall.

Artemisa tocó el timbre.

—¡Ya voy! ¡Ya voy! —se escuchó desde el interior—. ¡Oh, hola, hola! ¡Pasen! —dijo la señora abriendo la puerta por completo, señalando con su brazo delgado y arrugado el interior de la casa.

—Hola, abuelita —saludó Elena, se detuvo a darle un beso en cada mejilla—. ¿Cómo estás?

—Bien, niña, sufriendo los achaques de la edad —suspiró. Se inclinó lo máximo que pudo sin ser castigada por su espalda. Sonrió a la pequeña Artemisa escondida detrás de Romeo—. La mini diosa —dijo aplaudiendo una vez. Artemisa soltó una risita—. ¡Qué grande estás!

—Bisa —dijo Artemisa con timidez—. Hola.

—¿Quieres galletitas de mantequilla? —la niña asintió lamiéndose los labios—. Están en el recipiente en forma de elefante de la cocina. Ve por ellas, pequeña.

No esperó recibir permiso de Romeo o Elena, corrió a la cocina ignorando la advertencia de Romeo. "Cuidado con las vasijas de porcelana", había dicho el joven. Por primera vez la abuela se fijó en Romeo. Lo estudió de arriba abajo, derecha a izquierda. Juntó las cejas, como si estuviera viendo una pintura conocida, pero olvidada por el tiempo. Tenía la vaga sensación de conocerlo, sin embargo, no alcanzaba a ponerle nombre a ese rostro.

—¿Y este caballero?

—Hola, abuelita —repitió Romeo y procedió a presentarse con lujo de detalle.

—¡Oh, el niño de Elena! —exclamó la abuela haciendo memoria, como si Elena no estuviera presente, escavando en esa caja llena de folders empolvados de su mente—. ¿Sigues con él? ¡Ya sabes lo que dicen de regresar con el ex! Pero si es amor... ignora lo que dije si es eso.

Elena rodó los ojos.

—Abuelita, no hablemos de eso... por favor.

—¡Problemas en el paraíso! —cantó la abuela dando pequeños pasos a la mecedora—. Aahh, recuerdo cuando Mary y Harold tenían problemas...

—¿Quiénes son Mary y Harold? —preguntó Artemisa regresando de la cocina, abrazando el recipiente en forma de elefante.

—Son los nombres de tus abuelitos, mini diosa —respondió la abuela.

—¡Ah! ¿Y cómo te llamas tú, bisa?

—Atenea —sonrió, llamó a la niña y tomó un par de galletas—. Atenea Richards.

—¿Atenea Richards? ¿Cómo mamá? —Artemisa miró a sus tíos confundida.

—La bisabuelita es mamá de tu abuelita —explicó Romeo, atrajo a Artemisa y la sentó en su regazo. Los signos de interrogación en la cabeza de Artemisa se hicieron más grandes—. Y se llama igual que tu mami.

Elena caminó por la pequeña sala ignorando las miraditas del chico y respondiendo las preguntas de su abuela acerca de la universidad, cómo estaba y sus amistades. La nostalgia se filtraba a su sangre. Su abuelita tenía muchas fotos de cuando era niña, además de adornos hechos por sus nietas. Elena delineó el unicornio de cristal en el estante, estaba flaqueado por libros de un lado y del otro por viejos discos de vinilo en sus fundas. Al verlos se emocionó.

El juego de Artemisa | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora