Una patada certera

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Naomi 

—¿Por qué los partidos infantiles empiezan a horas tan intempestivas?
¿Y por qué el césped está tan húmedo? Mira mis zapatos. Nunca se van a recuperar —se quejó Stef mientras colocábamos las sillas plegables en la línea de banda del campo de fútbol.

—Son las nueve de la mañana, no las cuatro de la madrugada —le dije, con sequedad—. Tal vez, si ayer por la noche Liza y tú no hubieseis preparado una jarra de margaritas y os la hubieseis bebido entera, ahora no estarías estremeciéndote como un vampiro con la luz del sol.

Se dejó caer en la silla. Se lo veía un hombre con extremada clase, con las Raybans y el jersey grueso de punto.

—Ayer era la última noche que pasaba aquí antes de irme a París, no podía rechazar los margaritas. Además, es muy fácil ser la alegría mañanera cuando follas de forma regular.

—Cállate, bocazas —le espeté mientras echaba un vistazo al resto de la sección que animaba a Waylay. Mis padres estaban sentados con Liza, a quien no se le notaban los efectos de la media jarra de margaritas que se tomó. Mamá hacía lo de siempre y se presentaba a cualquiera que estuviera en un radio de diez metros, les preguntaba cómo se llamaban sus jugadoras y señalaba orgullosa a Waylay, que llevaba el número seis.

Wraith, un motero rudo y maduro pero atractivo, se paseó por el borde del campo a grandes zancadas. Llevaba una camiseta de Metallica, vaqueros negros y lucía una expresión de pocos amigos enmarcada a la perfección por un bigote al estilo Fu Manchú.

—Estás encantadora, Liza, como siempre —dijo con una sonrisa voraz.

—Vete con el cuento a otra parte, motero —le espetó ella. Pero me di cuenta de que se le dibujaban dos círculos sonrosados en sus mejillas.

—¡Venga, chicas! —gritó Wraith. Quince jóvenes de todas las alturas, medidas y colores se acercaron corriendo y saltando hacia su insólito entrenador.

—Ese tío parece que esté en libertad provisional, no que sea un entrenador de fútbol femenino —observó Stef.

—Es Wraith. Su nieta, Delilah, es la niña de las trenzas. Juega de delantera y corre con una rapidez increíble —le expliqué.

Waylay alzó la mirada del corrillo en el que estaban todas y me saludó.

Sonreí y le devolví el gesto. El árbitro silbó dos pitidos cortos y una niña de cada equipo se acercó corriendo al círculo central.

—¿Qué pasa ahora, ha empezado el partido? —preguntó Stef.

—Ahora van a lanzar la moneda. Tienes suerte de ser tan guapo, ¿qué pasará si a tu futuro marido le gustan los deportes?

Stef se estremeció.

—Dios me libre.

—Se lanza la moneda para decidir qué equipo hace el saque inicial y en qué dirección van a marcar.

—Pero mírate, si eres toda una madre futbolera —bromeó.

Deliberadamente, me estiré la sudadera. Gracias a un acto escolar para recaudar fondos, ahora disponía de ropa para animar al equipo. La mascota era un guante de boxeo extragrande que se llamaba Puñito y que me parecía tan encantador como inapropiado.

—Puede que haya leído un poco sobre el tema —reconocí. Había investigado a fondo. Me había releído Rock Bottom Girl y había visto Ted Lasso, Quiero ser como Beckham y Ella es el chico, por si acaso.

El pitido que resonó en el campo marcó el inicio del partido, y animé como el resto del público cuando el balón empezó a rodar.

Tras dos minutos, sostuve el aliento y agarré a Stef de la mano con fuerza cuando Waylay se hizo con el balón y empezó a driblar hacia la portería.

Cosas que nunca dejamos atrásTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon