Quebraderos de cabeza

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Knox

Tenía un humor de perros después de no haber dormido una mierda. Y de ambas cosas tenía la culpa doña Naomi Floricienta Witt. Después de pasarme la mitad de la noche dando vueltas de un lado para otro, me había levantado para sacar a Waylon de madrugada, empalmado gracias al sueño que estaba teniendo protagonizado por la boca de la listilla de mi vecina bajándome por la polla con el tipo de ruidos con los que los hombres fantasean.

Era la segunda noche de descanso que me arruinaba, y si no conseguía sacármela de la cabeza, no sería la última. A mi lado, sentado en el asiento del copiloto, Waylon manifestó su propio agotamiento con un sonoro bostezo.

—Yo también, chico —le dije mientras aparcaba el coche y me quedaba mirando el escaparate.

La paleta de colores (azul marino y un ribete granate) no debería haber quedado bien. Me había parecido una estupidez cuando Jeremiah me lo había sugerido, pero, de alguna forma, hizo que el ladrillo quedara más elegante y que el Whiskey Clipper destacara entre el resto.

Estaba apretujado entre una tienda de tatuajes que cambiaba de manos más rápido que las fichas de póker y el toldo naranja fosforescente del Dino’s Pizza. No abrían hasta las once, pero ya se olía el ajo y la salsa de tomate.

Hasta hacía unos años, la peluquería había sido una institución en ruinas en Knockemout. Con un poco de la visión de mi socio, Jeremiah, y mucho capital (mío), habíamos conseguido devolver al Whiskey Clipper al siglo veintiuno y lo habíamos transformado en una mina de oro en el pueblo.

Ahora, reconvertido en una peluquería moderna, no solo era la barbería de los viejos que se habían criado aquí. Atraía clientela que estaba dispuesta a sortear el tráfico de Virginia del Norte desde el centro de Washington D. C. por el servicio y el rollo que tenía nuestro establecimiento.

Tras dar un bostezo, ayudé al perro a salir de la camioneta y nos dirigimos hacia la puerta. El interior era tan llamativo como la fachada. La estructura del espacio era de ladrillo a la vista, plafones de metal y hormigón tintado. Le habíamos añadido cuero, madera y vaquero.

Junto al mostrador de aspecto industrial había una barra con estantes de cristal con casi una docena de botellas de whisky. También servíamos café y vino. Las paredes estaban decoradas con fotografías en blanco y negro enmarcadas que subrayaban la ilustre historia de Knockemout.

Detrás de los sofás de cuero en la zona de recepción, había cuatro sillas para cortar el pelo ante grandes espejos redondos. En la pared trasera estaban el baño, las picas para lavar y los secadores.

—Buenos días, jefe. Has llegado pronto. —Stasia, diminutivo de Anastasia, tenía la cabeza de Browder Klein en una de las picas.

Gruñí y me fui directo a la cafetera que había junto al whisky. Waylon se subió al sofá junto a una mujer que estaba disfrutando de un café con Bailey’s.

El hijo adolescente de Stasia, Ricky, hacía girar la silla de recepción a un ritmo constante hacia un lado y hacia el otro. Entre apuntar las citas y cobrar a los clientes, se dedicaba a jugar a una chorrada de juego de su teléfono.

Jeremiah, mi socio y amigo desde hacía años, alzó los ojos de la sien que estaba afeitando de un cliente que llevaba un traje y unos zapatos de cuatrocientos dólares.

—Estás hecho mierda —observó.

Jeremiah lucía un pelo denso, oscuro y rebelde largo, pero llevaba la cara bien rasurada. Tenía un tatuaje que le cubría medio brazo y un Rolex.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now