Clases de historia

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Naomi

Waylay y yo habíamos sobrevivido casi una semana juntas. Me parecía un logro impresionante mientras nuestras vidas seguían en pausa. Todavía no nos habían dicho nada de parte del sistema judicial ni de los servicios de protección de menores. Sin embargo, había molido calabacín y judías verdes y los había incluido en el pastel de carne que había preparado ayer por la noche para pasar desapercibidas al agudo olfato de Waylay Witt, por si acaso alguien nos observaba.

Había hecho dos turnos más en el bar, y las propinas empezaban a ser considerables. Otra ayuda económica importante había sido la llegada de mis tarjetas de crédito y de débito por correo postal. No había conseguido cancelar todos los cobros que había hecho Tina con mi tarjeta de crédito, pero tener acceso a mis escasos ahorros había sido de gran ayuda.

Había sido previsora y había pagado el recibo de la hipoteca a principios de mes, por si durante la luna de miel estaba demasiado loca de felicidad como para tener que preocuparme de pagar recibos. Y, además, el hecho de no tener que pagar un coche ni un seguro comportaba que podía estirar el dinero mucho más. Y, para ganarme el alquiler gratuito, reservé unas cuantas horas para pasarlas en casa de Liza.

—¿Quiénes son? —preguntó Waylay, que señalaba una fotografía enmarcada que había encontrado metida en la parte de atrás de uno de los muebles del comedor.

Aparté los ojos del trapo de polvo y la cera para muebles y la miré. Era la fotografía de un hombre mayor que parecía henchido de orgullo con el brazo alrededor de una pelirroja sonriente ataviada con un birrete y una toga.
Liza, que había dicho varias veces que no le gustaba limpiar, pero aun así insistía en seguirnos de una estancia a la siguiente, miró la foto como si la viera por primera vez. Inspiró lentamente y de forma entrecortada.

—Son… Eh… Mi marido, Billy, y nuestra hija, Jayla.

Waylay abrió la boca para seguir preguntando, pero la interrumpí:

presentía que Liza no quería seguir hablando de miembros de su familia que hasta ahora no había ni mencionado. Había una razón por la que esta casa tan grande se cerrara y se aislara del resto del mundo. Y algo me decía que la razón aparecía en esa fotografía.

—¿Tienes planes para este fin de semana, Liza? —pregunté mientras le indicaba que no con la cabeza a Waylay.

Liza dejó el marco bocabajo sobre la mesa.

—¿Planes? ¡Ja! —rebufó—. Si hago lo mismo cada puñetero día. Salgo de la cama y me pongo a trastear. Todo el día, uno tras otro, tanto dentro como fuera.

—¿Y qué vas a trastear este fin de semana? —preguntó Waylay.

Con disimulo, le hice un gesto con los pulgares hacia arriba a Waylay para que Liza no lo viera.

—El jardín necesita un poco de atención. No os deben de gustar los tomates, ¿no? Porque me salen por las orejas.

—A Waylay y a mí nos encantan los tomates —respondí mientras mi sobrina simulaba que vomitaba.

—Pues hoy volveréis a casa con las manos llenas —decidió Liza.

•••

—Que me parta un rayo. Has sacado la costra quemada de los fogones — observó Liza dos horas más tarde. Estaba inclinada sobre la cocina mientras yo estaba sentada en el suelo, con las piernas estiradas.

Estaba sudando y me daban calambres en los dedos de frotar con energía. Pero los progresos eran innegables. Los platos que antes se amontonaban, ahora estaban limpios y guardados, y la cocina refulgía en negro por los cuatro costados. Había recogido todos los papeles, cajas y bolsas que había en la isla y le había encomendado a Liza la tarea de separarlo según si era para conservar o para tirar. La pila de conservar era cuatro veces mayor que la de tirar, pero seguía contando como progreso.

Cosas que nunca dejamos atrásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora