El almuerzo y una advertencia

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Knox 

Tenía cosas que hacer, negocios que dirigir, trabajadores a quien gritar.

Pero ahora no pensaba en nada de eso. Estaba pensando en Naomi. Así que aquí estaba, en la biblioteca, haciendo caso omiso de todo lo demás porque me había despertado con ella en la cabeza y quería verla.

Me había pasado mucho tiempo pensando en Naomi Witt desde que se había presentado en el pueblo. Me sorprendía que no hubiese hecho más que ir a peor cuanto más tiempo pasábamos juntos.

Hoy estaba demasiado guapa, ahí, detrás de su mostrador, absorta en alguna lista de cosas pendientes y ataviada con un jersey, que le resaltaba las curvas, de un color tan rosa que era ridículo lo femenino que era.

—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó, y la sorpresa se volvió alegría. Cubrió la distancia que nos separaba y se detuvo a solo unos centímetros de rozarme. Me gustaba el modo que tenía de inclinarse siempre hacia mí, cómo su cuerpo quería estar tan cerca del mío como fuera posible, a todas horas. No me parecía dependiente ni pegajoso, como siempre había creído que me resultaría. Me parecía… que no era tan terrible.

—Se me ha ocurrido llevarte a comer.

—¿De verdad? —Parecía entusiasmada ante la invitación, y decidí que tampoco me importaba. Que una mujer como Naomi me mirara como si fuera quien acababa de salvarle la jornada era magnífico.

—No, Flor, me he presentado aquí solo para tomarte el pelo. Pues claro que de verdad.

—Lo cierto es que tengo hambre. —Sus labios carnosos, pintados de color rosa oscuro, se curvaron en una invitación que no iba a desperdiciar.

Yo tenía hambre de otras cosas.

—Perfecto. Vámonos. ¿Cuánto dura tu descanso?

—Una hora.

«Gracias a Dios, joder».

Un minuto después, salimos de la biblioteca y nos bañó el sol de septiembre. La conduje hacia la camioneta acompañándola con una mano en la parte baja de su espalda.

—Bueno, ¿y a qué magnífico establecimiento acudiremos hoy? — preguntó cuando me subí al asiento del conductor.

Estiré el brazo hasta el asiento trasero y dejé caer una bolsa de papel sobre su regazo. La abrió e inspeccionó el contenido.

—Son sándwiches de mermelada y mantequilla de cacahuete —le expliqué.

—Me has preparado un sándwich.

—También hay patatas chips —dije, a la defensiva—. Y el té que te gusta.

—Vale. Estoy tratando de no dejarme cautivar por el hecho de que me hayas preparado un pícnic.

—No es un pícnic —dije, y giré la llave.

—¿Adónde vamos a hacer el pícnic?

—Al Huerto, si te apetece.

Juntó las rodillas y se removió en el asiento. Se mordió el labio inferior.

—¿Y la bocina? —preguntó.

—He traído una manta.

—Una manta y el almuerzo preparado. Tienes razón, claro que no es un pícnic —bromeó.

No sería tan arrogante cuando le metiera la mano por esos pantalones apretados que llevaba.

—Podemos volver y comer en la sala de descanso de la biblioteca — amenacé.

Cosas que nunca dejamos atrásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora