La casa de Knox

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Knox

—Bonita casa —comentó Naomi mientras yo cerraba con llave la puerta principal y encendía las luces.

—Gracias. La construyó mi abuelo —dije, bostezando. Había sido un largo día seguido de una larga noche en el Honky Tonk y necesitaba dormir.

—¿De verdad? —preguntó, y alzó la vista a la buhardilla que había encima del salón, el techo de madera y la lámpara de araña hecha con astas de ciervo.

La cabaña era pequeña y se podía calificar de rústica. Tenía dos dormitorios y un baño, el suelo era de madera de pino y la chimenea de piedra necesitaba una buena limpieza, pero causaba su efecto. El sofá de piel por fin se había desgastado justo como yo quería.

Era mi hogar.

—¿Son tus padres? —preguntó, y agarró una foto enmarcada de una de las mesitas que había en un rincón. No sabía por qué la conservaba todavía.

Salían mis padres bailando country en un pícnic en el patio trasero de Liza J. y del abuelo. Sonriendo, sincronizados. Era una época más feliz y, en ese momento, había parecido que duraría para siempre.

Claro que eso no es más que una mentira.
Las épocas felices siempre llegaban a su fin.

—Oye, Flor. Estoy reventado.

Entre que habían disparado a mi hermano, la repentina avalancha de orgasmos y el trabajo, necesitaba unas buenas ocho horas de descanso para volver a ser persona.

—Ah, sí, claro —dijo ella, y dejó la foto en la mesita con cuidado. Aunque me di cuenta de que la colocó orientada hacia el sofá, no alejada como la tenía yo—. Me iré a casa. Gracias por ayudarme hoy con la profesora de Waylay… y con mis padres. Y por todos los orgasmos, y tal.

—Cielo, no te vas a ir a casa. Solo te lo estoy diciendo para que entiendas por qué no voy a hacer nada cuando subamos.

—Debería irme, Knox. Tengo que levantarme temprano para llevar a Way a casa de Liza. —Tenía pinta de estar tan agotada como yo.

Nunca le había dado muchas vueltas hasta ahora, pero mis chicas del Honky Tonk se iban a casa a las dos o las tres de la madrugada entre semana y tenían que volver a estar en pie a las seis o las siete de la mañana, dependiendo de lo capaces que fueran sus parejas.

Recordé una temporada que duró un año, por lo menos, en la que Fi se quedaba dormida cada día sobre la mesa porque sus hijos dormían fatal.
Llegó un punto en que tuve que hacer lo que más detestaba: me involucré.

Había llevado a Liza J. a su casa y, en menos de una semana, mi abuela tenía a los dos niños a rajatabla, durmiendo diez horas seguidas cada noche.

—Mañana tienes el día libre, ¿verdad? —pregunté.

Asintió y luego bostezó.

—Entonces, nos levantaremos en… —Eché un vistazo al reloj y solté una maldición—. Tres horas e iremos a desayunar a casa de Liza J.

Era lo que haría todo caballero. Un comportamiento que yo no solía tener. Pero sentía una esquirla de culpabilidad al pensar en quedarme durmiendo mientras Naomi se iba a desayunar con la familia y luego se pasaba el resto del día tratando de evitar que Waylay infringiera ninguna ley. Además, siempre podía volver después del desayuno y dormir hasta que me diera la real gana.

Me gustó ver cómo se le suavizaba la mirada y adoptaba una expresión soñadora durante un segundo. Luego, volvió a imponerse la Naomi práctica y complaciente.

—No tienes que levantarte conmigo. Tienes que dormir. Me iré a casa esta noche y tal vez podamos… —Sus ojos me recorrieron el cuerpo y las mejillas se le tiñeron de un delicado tono rosado—. Seguir en otro momento.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now