Una delincuente pequeñita

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Naomi

—¿Cuál es tu habitación? —me preguntó Knox. Me di cuenta de que ya habíamos llegado al motel.

—¿Por qué? —respondí, con recelo.

Exhaló despacio como si estuviera perdiendo la paciencia.

—Para que pueda dejarte frente a la puerta.

«Ah».

—La nueve.

—¿Y dejas la puerta abierta? —me preguntó, al cabo de un segundo y frunció los labios.

—Sí, claro. Es típico en Long Island —le espeté—. Así demostramos a los vecinos que confiamos en ellos.

Me lanzó otra de sus miradas largas y malhumoradas.

—Claro que no la he dejado abierta, la he cerrado con llave.

Entonces señaló a la puerta número nueve.
Estaba entreabierta.

—Ostras.

Detuvo la camioneta y echó el freno de mano, con más fuerza de la necesaria, para dejarla donde estaba, en medio del aparcamiento.

—Quédate aquí.

Parpadeé cuando se bajó del vehículo y se acercó sigilosamente a mi habitación. Mis ojos cansados se posaron sobre esos vaqueros desgastados y se clavaron en ese culo espectacular mientras él se encaminaba hacia la puerta. Hipnotizada durante unas cuantas de sus largas zancadas, tardé un par de minutos en recordar qué había dejado en esa habitación y lo mucho que no quería que Knox, de entre todas las personas, lo viera.

—¡Espera! —Bajé de la camioneta de un salto y lo seguí corriendo, pero él no se detuvo, ni siquiera aminoró el paso.

En un intento desesperado, aceleré y salté delante de él. Se chocó con la mano que alcé.

—Aparta tu culo, Naomi —me ordenó.

Como no obedecí, me colocó una mano en el estómago y me hizo retroceder hasta que me dejó delante de la habitación número ocho. No sabía en qué me convertía el hecho que me gustara que me hubiera puesto la mano ahí.

—No tienes por qué entrar —insistí—. Seguro que es el servicio de habitaciones.

—¿Te parece a ti que este sitio tiene servicio de habitaciones?

Razón no le faltaba. El motel tenía una pinta que cualquiera diría que deberían ofrecer vacunas contra el tétanos en vez de muestras de champú.

—Quédate ahí —repitió y volvió a dirigirse hacia la puerta abierta.

—Mierda —susurré, cuando la abrió de par en par.
Solo tardé dos segundos en seguirlo al interior.
A decir poco, la habitación ya era un tanto desagradable cuando me había registrado y había entrado hacía menos de una hora. El papel de pared naranja y marrón se estaba despegando en grandes franjas. La moqueta era de un verde oscuro que parecía que estuviera hecha de estropajo. Los artefactos del baño eran del mismo tono que la Pantera Rosa y en la ducha faltaban unos cuantos azulejos.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now