Héroe a regañadientes

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Knox

La mujer me miraba como si le hubiera propuesto que besara con lengua a una serpiente de cascabel.

Se suponía que, a estas horas, el día no debería haber empezado todavía, pero ya era oficialmente un día de mierda. La culpa era de ella. De ella y de la imbécil de su hermana, Tina.

También le echaba la culpa a Agatha, puesto que había sido quien me había mandado el mensaje para decirme que la «lianta» de Tina acababa de entrar en la cafetería.
Y aquí estaba ahora, cuando, como aquel que dice, aún era la puñetera madrugada, jugando como un imbécil a ser el segurata del pueblo y peleándome con una mujer que no conocía.
Naomi me miró pestañeando, como si volviera en sí.

—Me estás vacilando, ¿no?

Agatha tenía que ir al puto oculista si había confundido a esta morena cabreada con la cabrona de su hermana, teñida de rubio, bronceada y, encima, tatuada. Las diferencias entre una y otra eran más que evidentes, y eso que no llevaba las lentillas. Tina tenía la cara del mismo color y textura que un sofá de piel decrépito. Tenía una boca rígida encajonada entre profundas arrugas fruto de fumar dos paquetes al día y vivir con la sensación de que el mundo le debía algo.

Naomi, en cambio, no estaba tallada por el mismo patrón. El suyo tenía mucha más clase. Era alta, como su hermana. Pero, en vez de tener esa pinta de fritura crujiente, tiraba más hacia las princesas Disney, con una melena densa del color de las castañas asadas. El pelo y las flores que llevaba trataban de escapar de una especie de recogido elaborado. Tenía unas facciones más amables y una piel más pálida, y los labios eran rosados y carnosos. Sus ojos me recordaban al sotobosque y a campo abierto.

Mientras que Tina se vestía como si fuera la novia de un motorista que hubiese pasado por la trituradora de madera, Naomi llevaba unos pantalones cortos deportivos de alta calidad y una camiseta a juego sobre un cuerpo tonificado que prometía más de una sorpresa agradable.
Parecía el tipo de mujer que, solo con verme, se largaría en busca de la seguridad que pudiera ofrecerle el primer miembro de un consejo directivo ataviado con un polo de golf que encontrara.

Por suerte para ella, no me gustaban los melodramas. Ni las mujeres pijas y exigentes, ni las princesitas de mirada dulce que buscan un príncipe que las salve. No malgastaba mi tiempo con mujeres que querían algo más que no fuera pasárselo bien y unos cuantos orgasmos.
Pero, como ya me había metido de lleno en esta situación, la había llamado «basura» y le había gritado, lo menos que podía hacer era terminar de forma rápida con todo esto. Y luego, me volvería a meter en la cama.

—No, no te estoy vacilando, joder —le espeté.

—No voy a ir a ninguna parte contigo.

—No tienes coche —señalé.

—Gracias, don Evidente. Me he dado cuenta.

—A ver, para que quede claro: estás en un pueblo que no conoces. Te has quedado sin coche y prefieres que no te lleve porque…

—Porque has entrado en la cafetería y ¡te has puesto a chillarme! Luego me has seguido y sigues chillándome. Si me meto en un coche contigo es más probable que acabe descuartizada y desparramada por un desierto que no que llegue a mi destino.

—Aquí no hay desiertos. Pero sí unas cuantas montañas.

Su expresión insinuaba que no le parecía de ayuda ni gracioso.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now