Micción en el patio y el sistema de clasificación decimal de Dewey

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Naomi

Descubrí que el porche trasero era un sitio maravilloso para organizar mi lista de «Tareas diarias según su prioridad» mientras esperaba que la cafetera hirviera. Había dormido como una paciente en coma, y cuando se me abrieron los ojos a las 6:15 en punto, crucé el pasillo de puntillas hasta la habitación de Waylay y le eché un vistazo para asegurarme de que mi sobrina seguía ahí. En efecto, ahí estaba, arropada con sábanas limpias en una cama blanca con dosel.

Bajé los ojos a la lista que tenía delante y di unos golpecitos en la página con la punta de un subrayador azul. Tenía que ponerme en contacto con mis padres para que supieran que estaba viva y que no me había dado ninguna crisis ni ningún ataque. Pero tampoco estaba segura de cuánto debía contarles.

Hola, ¿os acordáis de vuestra otra hija? ¿La que os provocó migrañas durante veinte años antes de desaparecer de la faz de la Tierra? ¿Sí? Bueno, pues resulta que tiene una hija que no tenía ni idea de que existíais.

Desembarcarían del crucero al instante y se subirían al primer avión que los trajera hasta aquí. Su propia madre acababa de abandonarla y ahora Waylay se encontraba con que tenía que vivir con una tía que hasta ahora no había conocido. Añadir a los abuelos a esta situación tal vez no fuera la mejor idea, así de entrada. Además, era la primera vez en diez años que mis padres se iban de vacaciones solos. Se merecían tres semanas de paz y tranquilidad.

La elección se vio determinada solo en parte por el hecho de que así no tendría que encontrar una forma diplomática de explicar por qué se habían perdido los primeros once años de la vida de su única nieta. Por ahora.

No me gustaba hacer nada hasta saber la forma correcta de hacerlo. Así que esperaría hasta conocer un poco mejor a Waylay y a que mis padres hubieran vuelto del crucero y estuvieran bien descansados y listos para oír semejante bombazo.

Satisfecha, recogí la libreta y los subrayadores, y estaba a punto de ponerme en pie cuando oí el lejano chirrido de una puerta mosquitera. En la cabaña vecina, Waylon descendió con brío las escaleras de atrás hasta llegar al patio y alzó una pata ante una zona sin vegetación que era evidente que le gustaba usar como lavabo. Sonreí, pero se me congeló toda la musculatura de la cara cuando otro movimiento me llamó la atención.

Knox el Vikingo Morgan salió tranquilamente a la terraza ataviado con nada más que un bóxer negro. Era todo un hombre: musculado, pelo en el pecho, tatuajes. Estiró un brazo con pereza por encima de su cabeza y se rascó la nuca; la viva imagen de testosterona adormilada. Necesité diez segundos enteros para comérmelo con los ojos con la boca bien abierta y darme cuenta de que, igual que su perro, el tipo se había puesto a mear.

Mis subrayadores salieron volando y provocaron un estrépito al caer sobre los tablones de madera que había en el suelo. El tiempo se detuvo cuando Knox se volvió hacia mí. Me estaba mirando con una mano en la… No.

«No. No, no, no».

Abandoné los subrayadores donde estaban y salí corriendo a refugiarme en el interior de la cabaña mientras me felicitaba por no haber tratado de ver mejor lo que tenía entre las piernas.

—¿Por qué tienes la cara tan roja? ¿Te has quemado?

Solté un chillido y me choqué de espaldas con la puerta mosquitera. Por poco me caigo en el porche.

Waylay estaba de pie en una silla, tratando de alcanzar los Pop-Tarts que había escondido encima de la nevera.

—Estás muy alterada —me acusó.

Con cuidado, cerré la puerta y dejé todos los pensamientos relacionados con hombres que miccionaban en el mundo exterior.

—Olvídate de los Pop-Tarts. Vamos a desayunar huevos.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now