La misteriosa Liza J.

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Naomi

A pesar de la inseguridad que me provocaba dejar a Waylay en una cocina con dos hombres adultos que hacía tan solo unos minutos se habían pegado en medio del camino, seguí a Liza a regañadientes hacia el comedor oscuro.

El papel de la pared era verde oscuro con un estampado que no alcanzaba a distinguir. El mobiliario era robusto y rústico. La mesa, de un madero ancho, se alargaba casi tres metros y medio y estaba enterrada bajo cajas y pilas de papeles. En vez de calientaplatos o fotos familiares, el aparador de nogal estaba lleno de botellas de vino y de licor. Había vasos de cristal apiñados en otra vitrina adyacente y que estaba tan llena que no se le cerraban las puertas.

Me moría por ponerme a arreglar todo ese desorden.

La única luz que había en la estancia procedía de la pared más alejada, donde una abertura en forma de arco conducía a lo que parecía una terraza acristalada cuyas paredes de vidrio necesitaban una buena limpieza.

—Tienes una casa preciosa —me atreví a decir, mientras recolocaba con cuidado media docena de platos de porcelana amontonados en la esquina de la mesa. Por lo que había visto hasta ahora, la casa tenía un montón de potencial. Solo que estaba cubierta de sábanas polvorientas y montañas de cosas.

Liza se incorporó ante el aparador con una botella de vino en cada mano. Era menuda y dulce por fuera, como cualquier abuela. Pero Liza había recibido a sus nietos con aspereza y asignándoles tareas.

Sentía curiosidad por lo que se decía de los Morgan, que las mujeres que salían con ellos no llegaban a conocer a la familia. Si en este pueblo había alguien con derecho a renegar de su familia, esa era yo.

—Antes era un hotel que gestionaba yo —empezó, y dejó las botellas sobre el aparador—. Ahora, ya no. Supongo que querrás quedarte una temporada.
Vaya, no le gustaba hablar de cosas triviales. Me había quedado claro.

Asentí.

—Es una casita maravillosa. Pero entiendo que pueda suponer una molestia; seguro que puedo encontrar una alternativa dentro de nada. —No era tanto una verdad como una mera esperanza. La mujer que tenía delante era la mejor oportunidad para encontrar un poco de estabilidad a corto plazo para mi sobrina.
Liza pasó una servilleta de tela sobre la etiqueta del vino.

—No te preocupes. Si estaba ahí vacía, muriéndose del asco.

Tenía rasgos de acento del sur, más que el típico de Virginia del Norte.

Recé para que ella sí tuviera algo de la legendaria hospitalidad meridional.

—Es muy amable por tu parte. Si no te importa, me gustaría hablar del alquiler y de la fianza.
Me dio la primera botella con brusquedad.

—El abridor está en el cajón.

Abrí el primer cajón del aparador y encontré una maraña de servilleteros, posavasos, candeleros, cerillas y, al fin, un sacacorchos. Me puse a clavarlo en el tapón de corcho.

—Como decía, ahora mismo, mi situación económica es delicada.

—Es lo que ocurre cuando tienes una hermana que te roba y acabas con una boca más que alimentar —comentó Liza, de brazos cruzados.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now