Micción en el patio y el sistema de clasificación decimal de Dewey

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—Jope, tío.

Ignoré sus quejas y coloqué en los fogones la única sartén que había en la casa.

—¿Qué te parece si hoy vamos a la biblioteca?

•••

La biblioteca pública de Knockemout era un santuario de frescor y tranquilidad en el sofocante calor del verano en Virginia. Era un edificio claro y luminoso con estantes de roble blanco, mesas de trabajo de estilo rural y butacas mullidas apiñadas junto a los ventanales.

En la parte interior de la puerta había un enorme tablón de anuncios de la comunidad. Se ofrecía de todo: desde clases de piano hasta venta de terrenos, pasando por rutas en bici con fines benéficos. Los carteles salpicaban el corcho del tablón con espacios grandes entre sí. Debajo, había una mesa gris claro en la que se exponían libros de distintos géneros que iban de la novela romántica y erótica o la poesía hasta las autobiografías.

Plantas verdes y exuberantes en tiestos azules y amarillos daban vida a los estantes y a las superficies bañadas por el sol. Había una sección infantil colorida con un papel de pared brillante y todos los colores del arcoíris en los cojines del suelo. Un hilo de música tranquila e instrumental brotaba de unos altavoces escondidos. Parecía más un balneario de lujo que una biblioteca pública. Me encantaba.

Tras el mostrador largo y vacío había una mujer que atraía todas las miradas. Piel morena, pintalabios carmesí, pelo rubio, largo y liso con reflejos de un rosa violáceo. La montura de las gafas que llevaba era azul, y lucía un aro en la nariz. Lo único que delataba que era la bibliotecaria era la pila de libros de tapa dura que cargaba.

—Hola, Way —la saludó—. Tienes cola arriba.

—Gracias, Sloane.

—¿Tienes cola para qué? —pregunté.

—Nada —masculló mi sobrina.

—Soporte técnico —anunció la bibliotecaria atractiva y chillona—. Vienen personas mayores que no tienen ningún genio de once años que les arregle el teléfono, o el Kindle, o la tableta.

Recordé lo que había dicho Liza ayer por la noche durante la cena.

Y eso me hizo recordar a Knox y a su pene esta mañana.

«Ups».

—Los ordenadores están allí, junto a la zona de la cafetería y los baños, tía Naomi. Yo me voy a la segunda planta, por si necesitas algo.

—¿Cafetería? —repetí, como un loro, esforzándome por no pensar en mi vecino medio desnudo. Pero mi responsabilidad ya había empezado a encaminarse hacia la escalera abierta que había detrás de las pilas de libros.

La bibliotecaria me lanzó una mirada cargada de curiosidad mientras colocaba una novela de Stephen King en la estantería.

—Tú no eres Tina —observó.

—¿Cómo lo sabes?

—Nunca he visto que Tina traiga aquí a Waylay, y menos aún que entre por esa puerta por voluntad propia.

—Es mi hermana —le expliqué.

—Lo he supuesto, más que nada porque sois como dos gotas de agua. ¿Cuánto hace que estás en el pueblo? Me sorprende que todavía no me haya llegado ningún cotilleo.

—Desde ayer.

—Ah, mi día de fiesta. Sabía que no tendría que haberme puesto a mirar Ted Lasso por cuarta vez —se quejó, para sí—. En fin, me llamo Sloane. — Hizo malabarismos con los libros para ofrecerme una mano.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now