Capítulo 40: Los triarcas

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Unas anodinas paredes blancas fueron el inesperado recibimiento cuando se abrieron las puertas del ascensor. En realidad, no sé qué esperaba encontrar, pero aquel pasillo tan inofensivo desentonaba con lo siniestro de la situación.

Los otros tres ascensores se abrieron y más gente accedió a aquella planta, además de los impacientes que habían elegido las escaleras. ¿Acaso todas aquellas personas iban a jugar?

Caminamos por el pasillo como ganado hacia el matadero hasta llegar a una habitación tan amplia y elegante que parecía una sala de reuniones para altos ejecutivos. Las paredes eran de cristal y, salvo por las luces de las farolas que nos llegaban desde la noche londinense, la sala estaba en penumbra, concentrando toda la iluminación en la lámpara de vitral que alumbraba una mesa redonda de madera oscura en el centro de la estancia con siete sillas acolchadas en terciopelo verde dispuestas alrededor.

Alrededor de esta ya había una veintena de personas esperando y no tardé en entender que Everleigh Villin quería disponer de público con la misma necesidad que de oxígeno en la habitación.

Eric, en lugar de tomar asiento en la mesa inmediatamente, me cogió de la mano y esperó mirando a los demás, midiendo sus reacciones con cautela.

Un hombre de tez oscura y complexión oronda ya se había asegurado de sentarse sin esperar a nadie y miraba a todos con aburrimiento. O quizás la pesadez de sus párpados tenía más que ver con la somnolencia, ya que parecía a punto de cruzar los brazos sobre su sobresaliente estómago y esperar el inicio de la partida durmiendo. Con un bostezo que no se molestó en ocultar, tiró lo que parecía el llavero de un coche al centro de la mesa.

—¿Vamos empezando o qué? —farfulló malhumorado.

Si ese hombre rondaba los cincuenta, uno que no pasaría por mucho de los cuarenta fue el siguiente en sentarse justo a su lado mientras se ajustaba las gafas sobre el puente de la nariz. Tenía el pelo castaño muy fino cortado a tazón y la tez de un blanquecino casi enfermizo, como si evitara deliberadamente la luz del sol. Su traje de cuadros marrón parecía de un material demasiado grueso para el verano y seguro que de otra década más rústica. Pero lo inquietante era su sonrisa, que más bien parecía una mueca poco conseguida y no llegaba a sus ojos.

—No veo por qué deberíamos esperar más. Los que no se hayan tomado la molestia de venir preparados, o al menos de mostrarnos el respeto de un mínimo de puntualidad, sin duda merecen quedarse fuera.

Y mientras lo decía, con una voz carente de inflexiones, sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y lo dejó en el centro de la mesa. Literalmente en el centro, ya que se tomó la molestia de empujarlo con los dedos para colocarlo con una exactitud que rebasaba lo obsesivo.

Un muchacho joven excesivamente delgado y con un traje azul marino —que seguro que pasaba de los veinte aunque no estaba segura de si llegaba a los treinta— fue el siguiente en sentarse con actitud socarrona. Eligió un puesto que le dejaba al otro lado de la mesa y no se privó de clavar sus ojos azules con altanería en sus rivales, dejando claro que ya se daba por vencedor. Quizás era su nariz aguileña, que al alzar la cabeza hacia atrás enfatizaba ese gesto soberbio, o esa sonrisa ladeada de labios finos, pero transmitía lo inferiores que consideraba a todos quienes no fueran él mismo.

Antes de poder decir algo, una chica india de edad similar se lanzó a su regazo con una risa cantarina.

—Deberías apostarme a mí: yo sí que soy un tesoro —canturreó envolviendo su cuello con los brazos y abanicándole con las pestañas en su exagerado parpadeo.

Él le dijo algo por lo bajo, supuse que instándola a que se apartara, y ella hizo un mohín de protesta. Intercambiaron un par de frases más entre susurros mientras ella jugueteaba con un mechón de su pelo. Finalmente se puso en pie con gesto digno, estiró su vestido rosa brillante y tomó el asiento de al lado.

Palabra de Bruja IndomableWhere stories live. Discover now