Capítulo 38: La libélula

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—No, Spencer; no es un espejo.

Puse los ojos en blanco y contuve mis ganas de decir «tampoco un cuadro de verdad». Llevaba un buen rato observando uno de los cuadros abstractos. Se trataba de una de esas pinturas que está compuesta de tres lienzos que se colocan de forma contigua y dan la sensación de ser un tríptico o algo así. Pero el del centro era tan grande como los dos de los extremos juntos y, para colmo, uno sobresalía hacia arriba y el otro hacia abajo, supuse que para torturar a los que tuviéramos que verlo por la falta de simetría.

—Viniendo de un artista, no sé si es un piropo o un insulto.

Eric se paró a mi lado a observar la composición y, la verdad, cuánto más rato la observaba más me llamaba la atención. Tenía... algo.

El mago se inclinó hacia mí, acercando su cabeza a la mía, para que no le oyeran susurrar:

—¿Qué ves?

Contuve las ganas de resoplar. Rayas. Veía rayas. ¿Y por qué eso, de alguna forma, conseguía tener algo de fascinante?

El fondo era un degradado de tonos ocres y, encima, habían pintado varias líneas que parecían salir del centro hacia los lados. Pese a lo poco concreto del dibujo, al menos no era uno de esas "obras" que solo son cuadraditos de colores o manchas sin sentido.

—Mmm... Supongo que es un insecto o algo así, que las líneas son las alas. Pero no una mariposa. Algo con las alas más alargadas...

—Una libélula —terminó por mí.

—Vaya, así que has sido el primero en usar la palabra de seguridad. ¿Necesitas un abrazo? —me burlé mirándole por el rabillo del ojo con una sonrisa maliciosa.

Eric abrió los ojos de par en par un segundo antes de bufar una risa, viéndose obligado a taparse la boca con la mano y disimular con una tos. A nuestro alrededor, algunos le lanzaron miradas de censura. Porque al parecer los museos se tienen que disfrutar en absoluto silencio, no vaya a ser que el sonido enturbie la vista.

Es decir... Normalmente estaría de acuerdo, pero con Eric cerca sentía el impulso de ser menos estricta. De divertirme un poco más. Por eso alcé la mano y le señalé la pequeña placa que presentaba al cuadro. En ella podía leerse el autor, la fecha y el título, que, en un alarde de originalidad, se llamaba tan solo «libélula».

—Has caído en mi trampa, nene —me regodeé en un susurro—. Llevo un buen rato aquí esperando a ver si venías a ejercer de experto.

—Brat del demonio... Tal vez ha llegado la hora de enseñarte mi faceta vengativa.

—Tú no tienes de eso —me mofé.

Estaba sonriendo, le había hecho reír, y ese conocimiento me hizo sentir muy orgullosa de mí misma. Después de la noche que había tenido, de llevar toda la tarde torturándose con la culpa, quería más que nunca que volviera su buen humor. Quería que fuera feliz.

Volví a mirar el cuadro. En realidad, sí que era un poco bonito. Me estaba empezando a gustar.

—¿Por qué elegiste esa palabra? ¿Por qué «libélula»?

Giré la cara hacia él, pero Eric mantuvo la vista en el cuadro. Tardó unos segundos, pero finalmente contestó.

—Porque eres como una libélula. Eres pequeñita, pero siempre vas de frente, con decisión, incapaz de desviarte. Para lo bueno y para lo malo.

Había leído en alguna parte que las libélulas vuelan en línea recta, se mueven en el aire igual que las torres en el ajedrez, pero en las tres dimensiones: de arriba abajo, de derecha a izquierda, de delante atrás. De hecho, cuando se desplazaban su movimiento podía verse como algo brusco porque eran capaces de pasar de estar quietas en el aire a lanzarse hacia delante a gran velocidad. ¿Así me veía él? ¿Tosca y directa? No me avergonzaba de ser así, pero no estaba segura de que fuera un elogio.

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