Capítulo 10: El domúnculo

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Necesitaba hacer algo por Honey. Yo no era psicóloga, no podía hacer nada por su salud mental. Y tras mi pésimo intento de charla íntima con Vincenzo quedó más que claro que no valía para conversaciones profundas. Pero podía hacer algo.

Con esa determinación y una más que profunda motivación para cualquier recado fuera de casa —y bien lejos de Eric—, me planté en el Museo de Historia Natural. Podría haber ido al de Historia Arcana, pero seguro que estaría lleno de magos y necesitaba... discreción.

Seguro que allí la proporción de vacuos sería superior pese a ser un enclave. Y ellos no se darían cuenta de que estaba buscando los puntos ciegos de los inhibidores de área.

Deambulé por el enorme museo, observando con vago interés las exposiciones y distintas salas mientras intentaba dar con mi verdadero objetivo. Por suerte, pese a ser un lugar tan importante, les bastaba como medida de seguridad poner los inhibidores y sus guardias de seguridad serían vacuos casi seguro, porque era más sencillo que poner custodios como en el juzgado o el Palacio de Buckingham. Y más barato.

Para mi decepción, pasadas un par de horas, descubrí que era más fácil dar con los puntos ciegos que con los malditos domúnculos del museo.

Harta de dar vueltas, y con un terrible dolor de cabeza por culpa de los inhibidores, me senté en un banco y traté de repensar mi estrategia. Había muy pocos domúnculos a los que tuviera acceso, porque meterse en las mansiones de los aquelarres o en el palacio no era una opción. Los museos me habían parecido la mejor alternativa por la libertad de movimiento que me permitían, pero no había considerado la posibilidad de que salieran solo por las noches a limpiar.

Mientras meditaba dónde más podría encontrar uno, una niña pequeña entró en la galería correteando sin supervisión con un biberón en la mano. Trotaba como lo hacen los niños que apenas han aprendido a andar, lanzándose en una torpe carrera compuesta de erráticos saltitos, donde cada paso es un duelo entre su equilibrio y la fuerza de la gravedad. Era tan pequeña que todavía llevaba chupete y, sin vergüenza ni lógica, se sentó en mitad del pasillo, dejó su chupete en el suelo y empezó a beber del biberón, con tan poco tiento que se le cayó parte del contenido por la cara y goteó hasta el suelo.

Fue en ese momento que la elegante papelera metálica que había en un rincón pareció cobrar vida y se dirigió hacia la niña. Sin pensar, me lancé hacia ella y la levanté de un tirón del suelo, justo antes de que la papelera pasara sobre las manchas del suelo y el chupete y... los hiciera desaparecer. 

—¡Eh! ¡Pero qué cojones...!

Dos hombres llegaron corriendo en ese momento con sendas expresiones de enfado y alarma, uno de ellos empujando una sillita de bebé vacía. Fue este quien me quitó a la niña de los brazos.

—No se preocupe. No iba a...

Pero su enfado no estaba dirigido hacia mí, comprendí cuando vi al otro darle un golpe a la papelera.

—¡Trasto de mierda!

Intentó asomarse para ver el interior, supongo que tratando de atisbar el chupete, pero sin atreverse a tocar la tapa superior.

—Menos mal que estabas tú aquí —me dijo el otro mientras acomodaba a la niña en su silla. Aunque por cómo se retorcía ella entre gritos desesperados por bajarse al suelo de nuevo podía suponer, sin demasiado margen de error, cómo había logrado que la dejaran correr a su aire.

—No creo que fuera a hacerle daño —le tranquilicé—. Debió de creer que estaba arrojando basura y...

—¡Una puta mierda es lo que es! ¡Voy a poner una queja ahora mismo! ¿¡Para qué coño ponen chismes encantados tan peligrosos!? ¡Pues te lo digo yo: para quitarnos los puestos de trabajo!

Palabra de Bruja IndomableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora