Capítulo 6: La charla

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Estaba de muy mal humor.

Quería un café. Me gustaba trabajar tomándome mi café. Me gustaba alargar la mano y dar un sorbo entre página y página. Y ahora estaba actuando como una idiota cada vez que olvidaba que no tenía mi taza y cerraba la mano en el vacío mientras mantenía los ojos fijos en mis papeles. Me hacía perder el hilo de lo que estaba haciendo al tener que levantar la vista del trabajo y, al recordar por qué no tenía café, se me llevaban los demonios.

Y sí, era tan sencillo como levantar el culo e irme a preparar una cafetera. Que, para colmo, me daría una deliciosa taza recién hecha en lugar de mejunje recalentado. Pero eso implicaba encontrarme con Eric, que seguro que seguía atrincherado en la cocina porque su instinto de cazador le decía que era el mejor lugar para acorralarme de nuevo, ya que había hecho el ridículo frente a él abandonando la taza para huir de su cercanía y los dos éramos muy conscientes de ello. Porque daba por hecho que no tenía nada mejor que hacer que torturarme.

Y... sí, era desquiciado. Estaba empezando a actuar como una adolescente hormonada. Pero ser consciente de ello y lograr el valor para actuar como una adulta son cosas muy distintas.

Y lo peor era saber que era culpa mía. Eric estaba siendo el invitado perfecto y era yo la que lanzaba señales confusas cambiando de idea todo el rato, diciéndole que no me interesaba cuando mi cuerpo me desmentía reaccionando a su cercanía. 

Pero no podía controlarme. Toda esa contradicción que le transmitía a él estaba ocurriendo también dentro de mí. Y me llenaba de impotencia cómo, en esta ocasión, el cuerpo le estaba ganando el pulso a la mente. Algo muy poco propio de mí.

Frustrada, estiré la mano para ahogar mis pensamientos con un trago de café y, cuando una vez más cerré los dedos en el aire, solté un gruñido que por poco me lleva a arrojar los papeles por los aires.

Unos alegres golpecitos sonaron en la puerta. Reprimí las ganas de contestar con otro gruñido y le invité a pasar.

Eric entró en el despacho con mi taza de café en una mano y un posavasos en la otra. Y hasta se tomó la molestia de dejar su ofrenda en un hueco libre de mi mesa. Exactamente en el hueco que pertenecía a la taza.

El suave aroma me acarició los sentidos, prometiéndome que todo iría a mejor ahora que tenía por fin la dosis de mi droga. Pero no dejé que el canto de sirena me privara de lanzar una mirada recelosa al mago.

—Guárdenos la Diosa de ver qué pasa si estás una hora más sin tomar café.

La sospecha aumentó mientras me llevaba la taza a los labios. ¿Cómo de probable era que Eric tuviera el mismo irritante talento mágico de Vincenzo para oír las necesidades y deseos ajenos?

Antes de poder calcular las probabilidades, me vi escupiendo aquel veneno sobre mis papeles.

—¿¡Qué le has hecho a mi café, psicópata!? —le rugí mientras me daba prisa en pasar las manos por los documentos para limpiar el estropicio con un sencillo encantamiento antes de que calara más.

El mago me miraba con los ojos abiertos de par en par.

—Nada. Me ha parecido que lo tomabas solo, así que le he añadido un poco de azúcar y nada más.

—¿¡Un poco!? ¡Casi se puede masticar! ¿¡Quién puede beberse el café así!?

—Yo bebo el café así —rio sin ápice de vergüenza mientras confesaba su crimen—. Con bastante más azúcar, de hecho.

—Te deberían prohibir beber café.

Si necesitas echarle tanta azúcar, no te engañes: no te gusta el café. Así de simple.

Palabra de Bruja IndomableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora