Capítulo 32: El control

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—Ya me viste borracha en el esbat. Y algo perjudicada en el solsticio. ¿Te parece que me acerco mínimamente a eso?

—Sí que tienes el hígado de un vikingo —bromeó recordando las palabras de Mitch.

Pero su sonrisa borró de un plumazo el malestar y me ayudó a centrarme, a recordar lo que quería de verdad.

Culebreé para deshacerme de su agarre y, con los pies de nuevo sobre el suelo, le cogí de la mano y tiré de él hacia las escaleras, hacia mi dormitorio. Sin embargo, una vez allí, al encender la tenue luz de la mesilla me sobrevino la abrumadora intimidad de aquel momento, de estar con él allí. Y esta vez no porque se hubiera colado sino porque yo misma le había invitado a invadir mi espacio.

—Gracias por volver —murmuré sintiendo que debía decir algo.

Pero él sacudió la cabeza con una sonrisa amable.

—Debería dártelas yo por darme un sitio donde quedarme.

—No, eso no es cierto —mascullé. Estaba harta de fingir—. Tú no me necesitas. Te las apañas perfectamente por tu cuenta. Pero yo... Mi vida es mejor contigo aquí. Así que gracias.

Tal vez aquello fue demasiado honesto y temí que fuera una de esas veces que incomodaba a los demás por no medir mis palabras. Pero era imposible que él no se hubiera dado cuenta de aquella verdad. Ponerla en palabras no debería cambiar nada.

Eric alzó una mano y pasó un dedo por mi pecho, sin acercarse a mi escote, dibujando mis escápulas y recorriendo mi cuello en una delicada línea ascendente, tan suave y sutil como si fuera una pluma. Siguió avanzando hasta recorrer mi mandíbula, mi mentón y alzarme la barbilla.

—«Nadie es inútil en este mundo mientras pueda aliviar un poco la carga a sus semejantes».

Alcé las cejas hasta casi juntarlas con el nacimiento del cabello.

—¿Ahora me citas a Dickens?

Mi padre había leído mucho, como bibliotecario su vida habían sido los libros —además de mi madre y yo, quiero decir—, así que era de ese tipo de persona que siempre tenía una cita literaria para cada momento. Dickens era uno de sus favoritos, y esa una de sus citas predilectas para luchar contra el desánimo.

—¿Te sorprende que sepa leer?

—No es eso —protesté muy consciente de cómo se alejaba de la intimidad con sus bromas.

—Me parece un poquito racista, ¿no crees?

—Ah, no —dije riéndome—. No vas a convertir esto en algo racial.

—¿No? ¿Y qué es?

Sabía que no estaba molesto, solo se estaba divirtiendo siendo un descarado. Así que aproveché que el alcohol me soltó la lengua y entré a su juego. O, más bien, que su presencia emborrachaba mis sentidos.

—Sabes que tu aspecto intimida. Eres enorme y estás lleno de tatuajes. Y miras al resto con esa sonrisita como si te rieras de un chiste que nadie más entiende, porque en el fondo te encanta sentirte una contradicción. Te gusta que esperen una bestia y ver sus caras de idiotas cuando demuestras que eres culto, divertido y amable. Te tengo calado, nene.

Me regodeé en esa última palabra, en el sabor que dejaba en mis labios.

Él se había nombrado rey llamándome «nena» y sentía que ahora yo reclamaba mi corona como su igual al devolverle el mote. ¿Y por qué aquello me había intimidado tanto? ¡Era divertido!

Sí, está bien, da un miedo que te cagas pensar en la siguiente discusión, en que vaya a marcharse, en este horrible sentimiento de que jamás encontraré a otra persona que me entienda como Eric, que me complemente de esta forma tan única y perfecta. Pero a nadie que le toque la lotería rompe el billete premiado por miedo a quedar en la ruina más adelante. Habrá que disfrutar de la suerte que se ha tenido y ser feliz en el presente. Porque, como también dijo Dickens, en esta vida hay días en los que merece la pena vivir y en los que merece la pena morir. Así que vivamos el que toca en cada momento, que ya la vida se encargará de seguir su curso.

Palabra de Bruja IndomableWhere stories live. Discover now