Capítulo 29: El regalo

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—Tú y tu intuición —farfulló exasperado.

Pese a ello, se hizo a un lado y con gesto de la cabeza me indicó que entrara.

—Gracias. Lamento mucho las molestias.

—Ya, bueno... Lo que sea.

Cerró la puerta detrás de mí y se fue a bajar las sillas de encima de las mesas. Me sorprendió que lo hiciera manualmente en lugar de limitarse a usar telequinesis, pero me guardé mis dudas para mí y fui hasta la barra, a sentarme en el único taburete que estaba colocado en el suelo y que debían de haber designado como mi sitio en un rincón.

Me quité al fin la asfixiante gabardina, que pese a no ser gruesa, era más que innecesaria en verano. Pensando en que me quedaría el mínimo tiempo posible, la doblé cuidadosamente y la dejé a mi lado en la barra, junto a mi bolso y lo demás, en lugar de hacer uso del ropero. Sobre todo porque me parecía abusar de su amabilidad hacer que interrumpieran sus quehaceres por ayudarme a guardar mis cosas. 

Mientras consideraba si sería apropiado ofrecerme a ayudar con alguna tarea a cambio del favor de dejarme estar allí, el camarero dio de lado a sus obligaciones y se apoyó en la barra frente a mí, clavándome sus intensos ojos azules. Aunque ahora, de cerca, me parecían más bien aguamarina.

—Tengo que admitir que estoy muy intrigado. Y llevo años trabajando aquí —comentó con diversión observándome.

Miré mi atuendo. ¿Qué tenía de malo? Una camisa blanca anudada bajo el pecho, una falda a cuadros tan corta que me bastaba con inspirar hondo para dejar a la vista más de lo debido, unas calcetas y el pelo en dos trenzas. Además de una ingente cantidad de maquillaje para la que había necesitado un tutorial de internet y varios kilos de paciencia.

Vamos, un disfraz de colegiala sacado de la imaginación calenturienta de alguien que ya no tiene edad para pensar en niños. ¿No se suponía que había que vestirse como si fuéramos a rodar una película pornográfica?

—¿La fiesta es temática y me he equivocado de disfraz?

—No es tanto eso como... En fin. ¿Y las orejas de gatita?

Apreté los labios, disgustada por sentirme tan ridícula. Un adulto no debería tener que hacer cosas tan estúpidas.

—Eso me gustaría saber a mí —farfullé irritada.

Pero la única vez que había ido al White Fox, Honey y Nicole llevaban orejitas de gato o algo de ese estilo. Y no recordaba que las llevara nadie más en el local, o no al menos la gente suficiente para que yo pudiera deducir que era algo temático de esa noche, así que había supuesto que era algo de su grupito, una especie de código femenino. Y ya que venía en son de paz, lo correcto era tratar de integrarse.

—A ver, voy a picar —comentó animado el camarero—. Vienes a la fiesta de Nicole, pero es tu primera vez aquí.

—La segunda. Pero sí.

Se me quedó mirando fijamente unos instantes y sentí cómo se me erizaba el vello de la nuca. Entonces sonrió. Y aunque no había ni pizca de malicia en el gesto, me resultó inquietante.

—Ah, ya me acuerdo de ti.

Con gesto amistoso, el mago sirvió una copa y me la dejó delante. Reconocí de inmediato el olor del brandy.

—Sabes que esto es ilegal, ¿verdad?

Pese a que nada en mi tono sonaba a broma y todo a censura, él se encogió de hombros con esa sonrisa tan infantil que gritaba a voces que la vida le parecía un juego y él había venido a divertirse, ganara o perdiera.

Palabra de Bruja IndomableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora