1 - NOTAS AL VIENTO

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Los paisajes no guardan más belleza que la que proponen los ojos del observador

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Los paisajes no guardan más belleza que la que proponen los ojos del observador. Pues nada es hermoso si no hay alguien que lo contemple. Ante esa situación todo es un montón de materia acomodada a su suerte en el espacio, sin el más mínimo prestigio.

Y bajo el amparo de una noche sin estrellas, Jol observó cada recodo del paisaje que se alzaba frente a sus ojos. Una aldea que parecía tranquila desde la colina donde huía cada vez que el corazón se tornaba demasiado pesado. Allí nadie molestaba, no había miradas inquisidoras, ni preguntas incómodas. Desde esa perspectiva todo parecía menos importante, sus problemas, la gente, los recuerdos; no eran más que un conjunto de pequeñas luces en la distancia.

Pero la belleza no solo depende de los ojos. También está sometida a la influencia del corazón de quien observa.

Si este se encuentra afligido el más bello horizonte puede resultar indecoroso; así mismo, si el alma del observante se halla en plenitud la más insípida de las vistas obtiene un gran valor.

Este no era el caso de Jol, que luego de cazar durante todo el día solo había conseguido un par de liebres pequeñas. No necesitaba bajar hasta la aldea para saber que eso sería un problema, ya era capaz de ver la furia de su madre y de sentir los latigazos sobre su espalda.

Él aprendió de su padre todo cuanto necesitaba saber para sobrevivir en la intemperie, y cuando el hombre murió en la lucha contra un oso, el pequeño hizo uso de los conocimientos heredados para conseguir la comida que necesitaba el hogar. Sin embargo, pronto empezarían a pasar hambre, pues el joven no era ni tan fuerte ni tan experimentado. Los castigos físicos y verbales comenzaron a ser diarios, y en el afán de evitar esas dolorosas situaciones buscó un lugar donde pudiera refugiarse. Encontró ese amparo en la punta de la colina a las afueras del pueblo que además era la entrada al frondoso bosque que rodeaba el lado oeste de la localidad.

Allí se sentaba, sacaba de su morral un cuaderno arrugado y con un lápiz que había intercambiado a un carpintero del pueblo se ponía a escribir. Sus palabras eran torpes, los trazos en las letras delataban su inexperiencia sobre la materia y algunos errores ortográficos cambiaban por completo el sentido de lo que pretendía expresar. Pero, eso no era un impedimento para él, disfrutaba de la actividad y siempre tomaba un momento del día para la misma.

A veces simplemente relataba su jornada, que le costó perseguir las huellas de un animal o como había discutido con su madre, a modo de diario; otras se animaba a escribir algún poema. Pues cuando algún bardo visitaba la aldea tenía a Jol pegado como garrapata, escuchaba las historias de los héroes una y otra vez. De algunos de ellos aprendió la escritura en prosa y en verso.

Al terminar el cometido, arrancaba la hoja del cuaderno y las dejaba sobre el viento. Había algo en esa acción que le producía placer, ver como sus palabras surfeaban el aire hacía lo desconocido con la esperanza de que alguien se encontrara con ellas.

Ese día repitió el mismo ritual. Solo que el viento es libre y no siempre es predecible, y al soltar la hoja fue directamente hacia los árboles a las espaldas del muchacho. Aquel poema fue absorbido por el bosque.

Un poco decepcionado, volvió a escribir para probar suerte de nuevo. Y el aire nuevamente le entregó sus letras al bosque. Ya molesto, afiló el lápiz con su navaja y trazó nuevas líneas. Pero el resultado no cambiaba. Lo intentó otras cinco veces y ocurrió lo mismo. Era hora de desistir. Sus sentimientos hechos de palabras se habían perdido donde nadie los vería nunca.

Guardó sus útiles en el morral, respiró profundamente en busca de algún rastro de valentía, algo que sería necesario para enfrentar lo que le esperaba, y emprendió el regreso a su hogar.

UN SECRETO EN EL BOSQUEWhere stories live. Discover now