El juego de Artemisa | COMPLE...

By OMCamarena

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Guiada por sus sueños, Elena se fue a Esperanza, dejando atrás el drama de la adolescencia. Tres años después... More

AVISO
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XVIII
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XX
XXI
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XXIV
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XXVIII
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XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
N. A.

Epílogo

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By OMCamarena

4,709 días después.


Una melodía, un piano tocando, eso había despertado sus sentidos. Primero el sonido había entrado por sus oídos, luego había abierto los ojos a un mundo borroso que fue adquiriendo nitidez. ¿Qué percibía su olfato? ¿Canela?, pensó Romeo. Romeo se movió debajo de las sábanas, rozando las piernas ligeramente flexionadas de Elena, quien dormía viendo en su dirección. Contempló su rostro con detenimiento, hilos rojos cruzaban por su cara pecosa y se movían cada vez que Elena respiraba. Romeo acarició con suavidad su mejilla, para su sorpresa, los labios de Elena se curvaron en una sonrisa.

—Buenos días, amor. —Susurró Elena, abriendo los ojos.

—Preciosa —dijo Romeo a modo de saludo—. ¿Cuánto llevas despierta?

—Suficiente para sentir que te movías. Creo que se nos olvidó apagar la música.

—Y la vela. —Agregó el hombre entrelazando sus manos con las de Elena debajo de las sábanas.

—Sí, claro, la vela también —Elena soltó una risita contagiosa.

Se tornó hacia la mesita de noche donde esperaba la vela, se levantó apoyando los codos en el colchón y sopló, sintiendo la sábana bajar por su espalda desnuda. Cuando se giró de nuevo hacia su esposo, sin vergüenza de ser observada, y le sonrió recordando la romántica cena que tuvieron muy entrada la noche, un par de horas después de que su hija mayor —Cassandra Atenea— se fuese a dormir una vez que vio el final de una comedia que llevaba tiempo deseando ver.

—Me gusta despertar contigo a mi lado. —Confesó arrastrándose de regreso a su lugar, entre los brazos de Romeo. Este le plantó un beso en la frente como agradecimiento.

—Dormilona.

—Debo disfrutarlo mientras pueda, no falta el día en que uno de los niños me gane mi lugar —dijo haciendo un puchero.

Romeo se llevó las manos de Elena a los labios y besó cada uno de sus dedos, además de los fríos anillos de la mano izquierda, aquella mano solo tenía dos anillos. Ambos se los había colocado él con el corazón desbocado.

El primero que deslizó por su dedo fue cuando le propuso matrimonio. Estaba nervioso, temeroso por la respuesta que recibiría, pero también emocionado. Romeo recordaba a la perfección ese día de diciembre, un par de días antes de Navidad, pero era Elena la que podía describir cada detalle de su alrededor, del bosque y ellos; el olor de los pinos, el sonido de los pájaros carpinteros, el dulce sabor del pastel que juntos habían cocinado y la alegría burbujeante que recorría su cuerpo al tener a su único amor arrodillado con una cajita negra y un bello anillo en su interior. Elena se enteraría años después que ese anillo lo había encontrado en su viaje a Alemania, esa vez que la dejó con Artemisa por primera vez. ¡Dos años con el anillo! Elena no lo creyó al principio, exactamente nueve meses después, cuando el segundo anillo llegó, una alianza con sus nombres y dos estrellas grabadas en el interior.

—Piensas —murmuró Elena acomodándose en el costado de Romeo, aun con una mano entrelazada—, como siempre... en cursilerías.

—Pensaba en la historia de esos dos anillos en tu mano. —Los señaló.

—Cursilerías, Romeo —Su intento de sonar seria falló por culpa de su risa estruendosa, se irguió y le dio un largo beso en los labios—. Cuando me separe de ellos será el día que me separe de ti, y ese día llegará cuando dé mi último suspiro. Y te aviso que planeo vivir muchos años.

—Entre estés más tiempo conmigo, mejor.

Elena sonrió, dibujando un círculo en el pecho de Romeo.

Tres golpes a la puerta. Un segundo de silencio. Tres golpes más. Artemisa, pensaron al mismo tiempo. Desde seis meses atrás, sus hijos habían decidido que cada uno tocaría las puertas un número distinto de veces.

Artemisa: tres.

Cassandra Atenea: dos.

Tatiana Anastasia: cuatro.

Paris Apolo: cinco.

Elena le indicó a la joven que esperara unos segundos, ver a sus tíos únicamente con sábanas encima no le causaría gracia, tampoco a ellos. Un par de minutos después fue a abrirle la puerta. La encontró tallándose los ojos y bostezando. Su pelo era una nube rebelde atacando su cara. Seguía en pijama, un pequeño short del que colgaban dos largas tiras violeta y una blusa de tirantes. Elena le puso la mano en la espalda y la invitó a pasar.

—¿Qué sucede, bella? —Preguntó Romeo pasándose el cepillo por el cabello.

—Los gemelos, eso sucede —suspiró—. Quieren hot-cakes... pero no los míos, sino los de mami. Dicen que "mamá hace mejores hot-cakes que tú, son esponjositos". Creo que no he logrado la maestría que tú.

—¡Claro que sí! —Replicó Elena encaminándose a la puerta. Si los mellizos querían desayunar, tenía que hacer el desayuno. Primero estaban los niños—. Sucede que tus hermanos son unos exagerados, ¿no recuerdas que Cassandra prefiere que tú cocines?

—Cassandra es un caso especial... ¿recuerdas cuando empezó a salir humo de la olla? —Elena levantó las cejas, se trataba de un suceso sucedido dos años atrás por evitar que Tatiana y Paris Apolo se mataran entre ellos, tenían cinco años y eran terribles, bueno, lo seguían siendo—. Desde ahí no quiere que te acerques a la cocina.

—Creo que sufre cada vez que entro a la cocina de Jun Boon.

Hablaban del restaurant de comida mexicana que Elena había abierto a unas cuadras de su antiguo departamento, en el que vivió con Artemisa durante tres años. La zona era muy turística, así que era común ver turistas internacionales. A veces, cuando la cantidad de gente no era excesiva, Elena y Romeo llevaban a los niños y cenaban allí. Por las mañanas, cuando todos estaban en clases, Elena se metía a trabajar. Amaba su restaurant, había sido un sueño más hecho realidad.

—Cassandra sufre cuando alguien que no es Juan está en la cocina —comentó Artemisa.

—Oh, entonces no le diré que nuestro chef favorito tiene una semana de vacaciones.

—Sería genial, así no se encadenará al coche.

Conforme se acercaron a la escalera, el ruido de las niñas y Paris Apolo se intensificaba. Elena y Artemisa intercambiaron una mirada que decía "Oh, Dios mío". Se encontraron el suelo hecho un charco de leche, que se le había derramado a Tatiana cuando se estaba sirviendo, y rastros de Nutella en los muebles blancos. Elena casi pegó un grito y mandó a todos castigados a sus respectivas habitaciones, pero a tiempo se dijo que con eso no conseguiría nada. Ordenó que arreglaran ese chiquero, si no, no haría hot-cakes ni nada. Refunfuñando, Cassandra —que alegaba no haber ayudado a ensuciar la cocina—, Tatiana y Paris Apolo se pusieron a trabajar.

—¡¿Por qué Artemisa no ayuda?! —Exigió Paris Apolo, se pasó la mano por el cabello castaño claro, manchando de paso su cara con Nutella.

—Porque yo no hice nada. —Respondió Artemisa tirándose de espaldas al sillón de la sala.

—¡Hmph!

—Ve a lavarte la cara, Paris.

—Sí, mamá.

Un buen rato después, cuando la cocina estaba impecable y los niños habían salido a jugar en la playa supervisados por Artemisa, Elena empezó a preparar los hot-cakes, además de unos bocadillos y el resto de la comida. Era un día especial, lo que significaba realizar cosas especiales.

∞∞∞

El sol reinaba en su trono, en lo más alto del cielo. Los mellizos jugaban en la arena, llenaban sus cubos de arena blanca y fina; Tatiana Anastasia, la pequeñita de rizos cobrizos, tenía la voz cantante. Habían cavado una enorme zanja formando una isla en el centro, el camino se conectaba con el mar, así que cuando una ola avanzaba, el agua corría hasta llenar la fosa como si fuese parte de la construcción de un castillo feudal. Los pequeños, de siete años recién cumplidos, intentaban formar un castillo de arena en la gran isla sin arruinar su foso.

—¡Cuidado, Paris Apolo! —Lo regañó la niña cubriéndose la cara con las manos, el niño había levantado arena entre sus manos y el viento había hecho volar los granitos hacia ella.

—¡Hmph! Perdón —Paseó la mirada por su creación, le dieron ganas de colocar soldaditos en los techos de las torres y simular un ataque—. ¡Tatiana! ¡Vamos a mostrárselo a papá!

Tatiana asintió y dejó que su hermano la arrastrara a donde estaba su padre jugando con Artemisa. Se quedaron paraditos en silencio, observando en silencio a Romeo y Artemisa jugando ajedrez. Se veían muy concentrados, Romeo tenía el entrecejo fruncido, pero la joven estaba recostada boca abajo en la toalla de flores, aprovechando del sol para pintar su cuerpo de un suave dorado. Se encontraba más relajada que un día de verano, jugar con su tío era mero gusto, pues no representaba reto alguno.

—¿Qué travesura van a hacer, chicos? —Preguntó Romeo estirando sus brazos para atraer hacia sí a sus hijos más pequeños, los niños se rieron al caer sobre él—. ¡Son terribles!

—"Terribles" se queda corto. —Replicó Artemisa decidiendo por fin qué pieza mover.

—¡No somos terribles! —Corearon los mellizos.

—¡Son más que eso! —Dijo Artemisa riéndose.

Tatiana resopló.

—Ven a ver nuestro castillo, lo hicimos yo y Apolo.

—Apolo y yo. —La corrigió Artemisa.

—¡Apolo y yo! —Imitó Tatiana haciendo muecas.

Artemisa la fulminó con la mirada. ¿Cómo era posible que una niña de siete años lograra provocar a una grandulona de casi dieciocho años? A Romeo le causaba gracia, pero tenía que guardárselo.

—Chicas, chicas —intervino Romeo haciendo gestos con las manos, intentando que no se convirtiera en una pelea entre una adolescente y una niña.

Miró a la mayor, por un segundo la vio como la pequeña niña de pelo rizado que había llevado a casa de su tía, Elena, muchos años atrás. El angelito que había hecho que después de tanto tiempo —dos años exactos— pudiera iniciar una segunda oportunidad que Elena y Romeo deseaban que durara hasta el último de sus días, hasta el último suspiro de vida. Si algo le costaba aceptar a Romeo era que su niña de cinco años había dejado de ser una niña, treinta y seis días faltaban para su mayoría de edad. Y un mes atrás se había graduado de la preparatoria. ¡Grandísima su mini diosa!

—No me veas así —dijo Artemisa con las comisuras de los labios levantadas, formando una tierna sonrisa—. Me haces sentir pequeña, pa.

—Siempre serás pequeña para mí.

—¡Siempre seremos pequeños para ti, papá! —Exclamó una voz femenina detrás de Romeo, se notaba en su voz que la alegría dibujaba una hermosa curva en sus labios—. ¿Verdad, mamá?

—Siempre serán nuestros pequeños, Cassandra —Elena se sentó en la arena, a un lado de su esposo.

—Ya tengo diez años, ya no soy pequeña.

—Siempre lo serás para mí, amor. —Dijo Romeo.

Cassandra le entregó la bandeja de bocadillos y se sentó a un lado de su prima. Bueno, pocas personas sabían que era su prima, todos conocían a Artemisa como su hermana. ¿Y cómo no? Romeo y Elena habían adoptado a su sobrina como una hija propia, eso desde el primer día que llegó para quedarse en los brazos de Elena. Luego a esos brazos había llegado un clon de Elena con los ojos de Romeo, Cassandra, y un par de años después casi rebosan con los mellizos que eran polos opuestos en todos los sentidos. Mientras que Paris Apolo era tranquilo y obedecía las reglas al pie de la letra... Tatiana hacía las reglas, las modificaba y adoraba andar de un lugar a otro viendo qué hacer, una pequeña muy inquieta, toda una general.

—¡Pero ya no somos pequeños! —Replicó Tatiana aporreando el pie en la arena.

—¡Ey! Control, Tatiana Anastasia. —Advirtió Elena levantando una ceja.

La chiquilla levantó las cejas dándose cuenta de su error.

—Perdón.

—Ay, Tatiana Anastasia... —murmuró Cassandra rodando los ojos.

—Tú tampoco empieces. —Intervino Romeo, movió al azar una pieza.

Artemisa bufó, odiaba que la gente hablara mientras jugaba ajedrez, se distraía.

—¿Pueden hacer silencio? —Los mellizos la fulminaron con la mirada, mientras que Cassandra miró a sus padres como quien quiere que regañen al hermano mayor—. Gracias.

—No seas así, Artemisa, estamos disfrutando del día.

—En tres movimientos termino el juego y podemos hablar. —Dijo la chica enrollando un largo rizo en su dedo índice, sonriendo a Elena.

—¡Me haces ver como alguien fácil de vencer!

—Eres fácil de vencer, papi. —Dijo Cassandra sin afán de ofender.

Romeo fingió haber sido herido por el comentario de Cassandra, lo que hizo que el botón de risas se accionara. Elena era feliz escuchando a todos tan alegres, era lo que siempre deseaba para un día así, cuando se cumplía un año más de la partida de su hermana y su cuñado. Artemisa solía estar sensible de unos años a la fecha, pero lo entendía. ¿Quién no extrañaría a sus padres? A veces la había abrazado mientras lloraba en silencio, otras veces la había acompañado mientras estaba sentada en el muelle, tirando pétalos al agua cristalina. Ese año estaba entretenida con el juego de ajedrez, una idea de Romeo.

—¿Nos podemos meter al mar al atardecer? —Preguntó Artemisa de repente.

Elena y Romeo intercambiaron miradas. ¿Sí? ¿No? ¿Qué tan hondo? La respuesta sonó con la voz de Elena:

—Un ratito y no muy lejos de la orilla.

—¡Perfecto! —Sonrió mostrando todos los dientes, hizo un último movimiento en el tablero y dejó salir un gritito—. ¡Jaque mate! ¡Ja! ¡Te gané!

Romeo se tiró de espaldas al suelo, rápidamente los niños se le tiraron encima y los encerró entre sus brazos. Cassandra y los mellizos sentían las vibraciones producidas por la risa burbujeando en el cuerpo de Romeo, ellos también reían. Elena se inclinó a darle una dosis de cosquillas a cada uno, empezando por Paris Apolo, el más sensible a las cosquillas. El pequeño se retorcía propinándoles patadas a sus hermanas.

—¡Auch! —Se quejaban—. ¡Ya! ¡Mamá!

—¡Me voy a hacer pipí! —Gritó Paris Apolo.

—¡No encima de mí, chiquito! —Romeo se paró como resorte y los niños rodaron a sus costados—. ¿Quién quiere comer?

—¡Yo! —corearon todos los chicos, incluyendo a Artemisa.

Romeo miró a Elena, sorprendido de que todos tuviesen hambre después de haber comido toda la mañana.

—Están en crecimiento. —Dijo Elena con tranquilidad, se inclinó a besar la mejilla de su esposo, un poco rasposa después de un par de días sin afeitarse.

Entraron a la pequeña casa veraniega que rentaron por una semana. Todos ayudaban a poner la mesa. Artemisa se encargaba de las pesadas jarras de jugo, Cassandra de poner los platos, Tatiana de los vasos y Paris Apolo de la vajilla; los padres eran los únicos que llevaban la comida, los recipientes de cristal aún estaban calientes y preferían evitar accidentes ese día.

—Si Paris es por el tío Paris y mi segundo nombre, Atenea, es por la tía Atenea, ¿A Tatiana Anastasia por quién la nombraron así? —Preguntó Cassandra notablemente curiosa, sus cejas rojas estaban juntas y la piel en su frente pecosa se había arrugado.

—¡Oh! —Elena volteó a ver a Romeo, puso su mano el brazo de él y le sonrió a su primogénita—. Son nombres bellísimos. Eran los nombres de dos de las Grandes Duquesas de Rusia... ¿Cómo no íbamos a usarlos?

—¡Ah, cierto! Me lo dijo tía Flora cuando regresó de Rusia. —dijo Artemisa metiéndose un papa frita a la boca.

—¡¡Wow!! ¿Soy una princesa?

Romeo esbozó una sonrisa.

—Todas son princesas, quien diga lo contrario miente.

—¿Y yo? ¿Qué soy? —Preguntó Paris Apolo.

—¡Un dios griego! —Respondió Artemisa—. ¡Eres mi gemelo!

Tatiana se apoyó en la mesa, tirando accidentalmente el vaso, por suerte estaba vacío.

—¡Es mi gemelo! ¡No tuyo! —Señaló a Artemisa con el dedo, acusándola.

Artemisa estalló en una risa estruendosa, de esas que se guardaba para cuando estaba completamente en confianza. Se quitó unas lágrimas de los ojos. ¡Oh! ¡Amaba a esos chiquillos! Siempre sabían qué decir para divertirse, se peleaban y al siguiente segundo podían estar tramado una revolución. Era lo bonito de tener hermanos, había aprendido Artemisa, podía pelearse con cualquiera, pero no durarían mucho tiempo así... porque eran familia.

Y esa tarde, cuando los últimos rayos de sol tocaban el agua, Artemisa se internó unos metros en el mar, se detuvo cuando el agua le llegó a la cintura. A su derecha tenía a su tía Elena, o "mami", como le decía con cariño, y del otro a su tío Romeo, al que llamaba simple y sencillamente "pa". No eran un reemplazo a sus padres, jamás lo serían. Le gustaba pensar que eran sus segundos padres, los que sacrificaron mucho para darle lo que necesitaba. Amor, salud y educación.

Elena se detuvo a la orilla del mar, contemplando su tranquilidad, parecía un espejo. Romeo la esperó a dos metros de distancia.

—¿Sabes qué me gusta? —Preguntó Elena con la mirada perdida en el mar—. Puedo pararme ahí o ahí o aquí y es como si estuviera frente a mi hermana. Puedo hablar con ella en cualquier playa porque el agua está en constante movimiento. No necesito ir a un cementerio o a las criptas, tengo a Atenea en el mar.

—Y nunca estás lejos del mar.

Elena sonrió antes de seguir caminando, entrelazando su brazo con el de su amado.

Artemisa y sus tíos cargaban unas pequeñas cestas de mimbre con flores coloridas, muy similares a las que una vez tiraron en el mar cuando depositaron las cenizas de sus padres en el océano. Los mellizos y Cassandra estaban colgados de sus padres, ellos ya no pisaban; cada uno tenía un puñado de flores pequeñas. Poco a poco las fueron soltando en el agua, permitiendo que las olas se llevaran las flores en múltiples direcciones.

Se les hizo un nudo en la garganta a Artemisa y a sus tíos. La joven se giró hacia Elena y hundió su rostro en su cabello, sintió los brazos de su tía rodeándola y la mano de Romeo apretándole el hombro en señal de apoyo.

—¿Te digo un secreto, Artemis? —Dijo Elena sosteniendo su rostro por las mejillas con cariño—. Cuando Atenea se enteró de que estaba embarazada de ti, dijo que era un milagro. Tu papá no podía creerlo, nunca vi a un hombre tan emocionado por ser padre...

—¿Por qué? —Quiso saber Artemisa.

—Antes de casarse descubrieron que Atenea no podría tener hijos —Artemisa contuvo la respiración—. ¡Pero luego llegaste tú! Eras diminuta cuando naciste.

—Y Atenea estuvo súper vigilada por los doctores durante todo el embarazo —agregó Romeo—. Si alguien nació del amor fuiste tú.

—Eras amada antes de ser concebida y siempre has sido amada, en la tierra y en el cielo.

Y cuando Elena dijo eso, las lágrimas brotaron a borbotones.

—¿Tío Romeo? —Balbuceó Artemisa entre sollozos—. Gracias por llevarme al cine.

Romeo abrió los ojos, no le fue difícil entender de qué vez estaba hablando. Se refería a la tarde que le comentó que iría al cine a ver una película que ambos querían ver, cuando Artemisa había insistido hasta que sus padres cedieron... una pequeña diferencia en el plan del día había evitado una tragedia más grande.

—De nada —Dijo sonriendo.

—Me gusta vivir.

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