El juego de Artemisa | COMPLE...

By OMCamarena

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Guiada por sus sueños, Elena se fue a Esperanza, dejando atrás el drama de la adolescencia. Tres años después... More

AVISO
I
II
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
Epílogo
N. A.

XXX

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By OMCamarena

N/A: Disfruten (ale_valdem, te vigilo) :D

Sabía quién era Romeo, fuimos amigos... era el hermano del novio de mi hermana. Básico.

Pero jamás me imaginé lo que iba a significar para mí. Siempre fue un salvavidas, a quien más quería.

Elena acariciaba el cabello chocolate de Artemisa una y otra vez, suficientes veces para pasar una noche lejos de ella. La tranquilidad que le daba hacía que comenzara a caerle el sueño sobre los hombros, unos minutos más serían suficientes para encontrarla dormida allí, al pie de la cama y con la mejilla descansando en el colchón.

—Dame una razón válida para que se quede —dijo Romeo recargado en el marco de la puerta, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la bolsa de Elena en el hombro—. La quieres en la casa, ¿verdad?

—Son las tres de la mañana, Ro.

—Estará profundamente dormida, no se dará cuenta.

Esperó a que le diera un beso en la mejilla a la niña antes de entrar a la habitación. Elena lo alcanzó a media habitación y le puso una mano sobre el pecho para detenerlo. Sus miradas se cruzaron, transparentes. Una duda rondando en los ojos de Elena... Romeo no quería darle la respuesta, la decisión era de ella. ¿Cuánto trabajo le estaba costando? Romeo no se lo imaginaba, pero la responsabilidad y el temor la estaban poniendo a prueba.

—Va a estar incómoda en el coche.

—Siempre puedes ir atrás con ella —continuó presionando a la joven, veía cambiar su expresión corporal. La tranquilidad abandonaba sus venas poco a poco—. ¿Por qué, Elena? ¿Por qué dejarla aquí y no llevarla a casa?

Elena se dejó caer en el puff morado, su pequeño bolso de piel chocó con los Legos que los niños no habían guardado. A unos pasos seguían esperando las Barbies el inicio de una fiesta de té que tendría que esperar hasta la mañana siguiente y mirando en la dirección contraria, Elena halló un par de gises con los que pintaron en la pared de pizarra. Tres dibujos hicieron estremecer el corazón de la chica. Elena bajó la mirada y dejó que el cabello le tapara la cara.

—¿Por qué haces tantas preguntas?

—Bueno, no las haría si estuvieras segura. Pero mírate, estás tirada en el suelo.

—¿Y qué quieres que haga?

—Lo que tú quieras hacer —Elena salió de su escondite, quitó la cortina roja entre ellos y lo miró directo a los ojos—. No es muy complicado.

—Quiero que se vaya con nosotros a la casa —confesó—. Que duerma en su cama donde puedo controlar todo y sé que estará segura.

—¿Y aquí no lo estará? —Romeo alzó una ceja, sonaba casi indignado—. ¿Hola, Elena? Hablamos de Flora. Hasta cuarto para sus sobrinos tiene, el piso tiene una alfombra tan gruesa que puede ser un segundo colchón y vi un botiquín de primeros auxilios en el baño. ¿Te recuerdo que estuvo a cargo de Magnolia por dos semanas?

—Sí, pero... ¿y si le sucede algo?

Romeo suspiró. Ya había perdido a Elena ante la caja de preguntas en su cabeza, con el tiempo había aprendido que no valía la pena responderlas, eran para evitar el punto principal de la plática.

—Okay, nos vamos —la levantó del brazo y la sostuvo hasta estar seguro de que los tacones estaban seguros en el suelo—. Mañana venimos por Artemisa.

—¿No querías una razón para que se quedara? Pensé que no estabas de acuerdo.

—Ya me la diste, ahora nos vamos.

—¡Último beso! —dijo corriendo a la cama, le dio un suave beso en el pelo y regresó con Romeo—. Espero que...

—Si no confías en tu mejor amiga, ¿cómo puedes confiar en mí? Hace dos meses ni te acordabas de mí.

—Estás en lo correcto.

—¿Qué?

Elena soltó una carcajada, casi olvidaba lo divertido que era romper la burbuja de Romeo. Quizá lo debo hacer más seguido por pura diversión. Lo mejor era cuando él reconocía el origen de esas respuestas, negaba con la cabeza y le seguía la corriente, como hizo en ese momento. Al parecer, para su satisfacción interna, la noche iba para largo.

Regresaron al departamento después de comprar en un pequeño supermercado, abierto las 24 horas, toda una dotación de comida que dispararía la glucosa en sus cuerpos y los haría engordar. Elena se quitó los tacones a un lado de la entrada y luego dejó las bolsas en el sillón. El perrito no tardó en brincar a curiosear, esta vez fue Romeo quien movió las bolsas.

—Elena... son las tres y pico de la madrugada —señaló Romeo viéndola llegar con una caja de madera en las manos. Conocía esa caja en particular. Era el juego de ajedrez que le regaló Atenea a su hermana al cumplir cinco años, casi un siglo atrás—. Juguemos mañana, ¿te parece?

—No, ahora —empezó a acomodar el ajedrez en la mesa de la sala. Josefo Nicolás brincó a sus piernas y lo mimó un poquito—. O ve a dormir, yo juego con mi hombre favorito.

—¿Me vuelves a cambiar por el perro?

Josefo Nicolás ladró. Elena sonrió.

—Si no quieres jugar conmigo, sí.

Lo vio pasar la mirada de Josefo Nicolás al tablero unas cinco veces, con los ojos chinos, midiendo las consecuencias. Su mayor competencia era un perro, lo reconocía y le divertía. ¡Josefo Nicolás me la va a quitar!, pensó y un segundo después anunciaba sus condiciones para jugar. Elena desencajó la mandíbula y abrió los ojos como platos.

—Repítelo de nuevo —dijo levantando un dedo, casi se atragantó.

—Por cada pieza que cualquiera de los dos se coma, tendrá que tirar un dado. Cada número representará un castigo para el pobre que ha perdido la pieza y un premio para el otro.

—Oh, Dios mío...

Romeo anunció sus castigos del que menos pintaría las mejillas de Elena al que más lo haría. La risa subía un poquito más por cada palabra que pronunciaba. ¿A Elena le causaría gracia si se viera en el espejo? Romeo quiso probarlo, pero el espejo más cercano estaba en el baño, en cambio, sacó las papas de la bolsa del supermercado y metió una a la boca de Elena, que formaba una redonda "O".

—Voy a cambiarme —dijo Elena tapándose la boca con la mano.

—¡Eso es trampa!

—Tres veces que me castiguen con un seis será suficiente para que esté como Dios me trajo al mundo.

—Déjame adivinar, ¿te vas a poner tres capas de sudaderas, una licra, un short y unos pants, una blusa básica y una más? —la persiguió por el departamento hasta detenerse en el primer escalón de la escalera de caracol.

—Exacto.

—¿En verano? —siguió incrédulo.

—Por supuesto, ¿por qué no? Puedes disfrazarte de chico en la nieve.

A esta se le zafó un tornillo, pensó Romeo después de que desapareciera detrás de la puerta.

La bola de pelos, como Elena llamaba con cariño a Josefo Nicolás, brincó a las piernas de Romeo y ladró un par de ocasiones en su intento de llamar la atención. El castaño lo alzó del suelo en un rápido movimiento. El perro le lamió la cara para luego acomodarse en los brazos de Romeo, lo cargaba como un bebé.

—¿Chocolate o Nutella con las fresas?

Josefo Nicolás ladró dos veces.

—Okay, se queda la Nutella—Romeo se rio por estar charlando con un perro, nunca había hablado tanto con los animales como lo hacía desde que pisó el departamento de Elena.

En realidad, no conocía ese lado independiente de Elena. ¿Vivir sola en un departamento? Hubiera sido muy difícil imaginarlo dos años atrás, cuando era su mayor sueño. El de cualquier joven estudiante a decir verdad. Romeo recordaba que Elena se asustaba al estar sola, juraba que escuchaba voces y sonidos extraños. No sabía realizar una sola tarea. Tenía el vicio de pisar donde acababa de trapear, conseguía que los pájaros se metieran a la casa, al igual que los gatos. No olvidar mencionar lo mucho que odiaba lavar el baño.

—Y no solo vive sola —siguió Romeo en voz alta—. Cuida de un perro, estudia y se ubica esta enorme ciudad. ¡Ah! Bueno, tampoco se muere de hambre. Definitivamente necesitaba dos años fuera del nido.

—¿Qué nido? —preguntó Elena haciendo su entrada triunfal ataviada con todo y bufanda.

—Eres una ridícula —dijo Romeo—. Me refería a que necesitabas esta experiencia de vivir sola para crecer.

—Ah... ¿gracias?

—De nada. ¿Champagne o vino tinto?

—Creo que me queda un Shiraz. ¿Nutella con las fresas?

Romeo extendió una hechizante sonrisa.

—Justo eso había pensado.

Juntos se dirigieron a la cocina por dos platos diferentes. Romeo vació las fresas en un plato transparente y Elena llenó un pequeño tazón rojo con casi toda la crema en el bote. Metió un dedo, se giró y atacó la mejilla de Romeo. Retrocedió hasta topar con el mueble. La sorpresa estaba pintada en el rostro de Romeo. ¿En serio acababa de mancharlo? Y se está muriendo de la risa.

Se le formó un hoyuelo en la mejilla izquierda, le daba un toque adorable a Elena que convertía el interior de Romeo en un atardecer, se sentía cálido y tranquilo. No podía estar haciendo otra cosa, mas que compartir el momento con Elena, viéndola moverse cómoda en su piel y en la vida que llevaba.

—Eres una pilla, Lena.

Ahora fue él quien dibujó una raya de Nutella en su mejilla. Elena soltó un gritito de sorpresa e hizo una mueca.

—¡Romeo!

—¡Karma!

—No, eso se llama venganza —corrigió alzando el dedo índice.

Le sacó la lengua antes de escapar con los dos platos.

—¿Negras o blancas?

—Te dejo las negras a ti —extrajo dos copas de las gavetas, seguidas de la botella de Shiraz y la siguió a la sala—. Tan negras como tu dulce corazón.

—¿Cómo puede ser dulce y oscuro? —preguntó.

Romeo asentó las copas y el vino en la mesa.

—Todo es posible, amor.

Elena le plantó un casto beso en los labios. Se separaron lentamente, retrasando lo inevitable. Elena hundió los dedos en el cabello de Romeo. Sus ojos se encontraron a la misma altura, como pocas veces se veían. Tan cerca que Elena juró haber visto una estrella fugaz en el cielo azul pintado en sus ojos.

Su corazón brincaba en su estrecho espacio en el pecho recordándole sin cesar el sentimiento que albergaba. Su amor por ese chico que acababa de besar. Lo custodiaría toda su vida, no deseaba dejar de amarlo... después de tanto tiempo mintiéndose, después de comprobar que el momento no había sido el adecuado hace dos años. Después de todo lo sucedido, Elena agradecía que dos años no fueran suficientes para olvidar un gran amor.

—No perderé mis piezas —susurró Elena—. El seis no aparecerá en el dado.

—Tienes mucha ropa encima, no tienes que preocuparte... tramposa.

Los pulmones de Elena se llenaron de polvo picante, contuvo la respiración. Tranquila. Te está provocando. Repitió que no era una tramposa, solamente tenía frío en verano. Y no, ni ella se lo creyó. Al segundo movimiento se quitó la ropa de invierno, quedando únicamente con una blusa, sus pantalones y la ropa interior.

—Ahora estamos iguales.

Las piezas fueron desapareciendo del tablero, principalmente las de Romeo. Para el primer castigo cayó el número tres, por lo que Romeo quedó a merced de un castigo original de Elena. La chica se rio cual bruja y jugó con sus dedos como tal, solo le faltaba la narizota coronada por un grano horrible, porque la poción la hizo Romeo. Su castigo fue tomarse un vaso con leche, yogurt, papas, trozos de fresas, crema de avellana y cacao, lechuga y otros ingredientes que crearon un brebaje denso y colorido. Romeo arrugó la nariz al olerlo, concluyó que Elena estaba loca o lo quería matar.

—Mr. Karma es grande —dijo Romeo aun con el sabor en la lengua, volvió a hacer una mueca de asco—. Espero me salga un tres y te pueda poner el castigo de mi elección. O mejor aún, un seis.

—Tienes pocas probabilidades de que eso suceda.

Elena disfrutaba cada vez que se comía una pieza blanca, casi parecía que Romeo las ponía en determinadas casillas para ser sometido a un castigo. ¡Parece disfrutarlo! Elena se inclinó sobre la mesa. Romeo levantó la mirada del tablero justo cuando la pelirroja se quitaba un mechón de la cara, uno que dejaba su cuello al descubierto. No estaba consciente de la atenta atención de Romeo, su mente estaba en castigos.

—¡Oh, tengo uno! ¡Come un chile habanero!

—¿Qué? ¡Estás loca!

Más quejas y peticiones pasaron, pero Elena no dio su brazo a torcer. Se carcajeó con las expresiones cómicas producidas por el sabor tan picante para el paladar de Romeo, estaba desacostumbrado a todo lo picante.

—Me lo pagarás —advirtió. Se paró de un brinco en busca de agua, al rato fue a lavarse los dientes y la lengua. Odiaba el sabor—. Te haré comer tierra, lo juro.

No sucedió, pero el dado le dio un castigo más vergonzoso. Y dos veces. Elena quedó en ropa interior en menos de cinco movimientos. Lencería de encaje blanco, ¿qué estaba pensando cuando se fue a cambiar? Tenía que tener en cuenta el castigo de la cara número seis, en ese momento se sintió algo más que desnuda, también era víctima del aire frío que entraba entre los hilos. Así que moría de frío, se sentía incómoda y observada. Romeo la estudió un par de veces con detenimiento, siempre con un toque de adoración.

—¡Ja! Un seis. Menos una prenda —exclamó Elena extendiendo los brazos, inmediatamente los regresó al lugar que habían ocupado desde quedar prácticamente desnuda. Abrazó sus rodillas y pegó su barbilla a ellas—. Un poco más y estaremos en las mismas condiciones. ¡Sufre!

—No soy yo el que se muere de frío.

Una movida. Una pieza que ocupó el lugar de la victoria. Jaque mate y ganaron las blancas. Romeo le dio una mordida a su fresa con Nutella, guiñó un ojo a Elena antes de que empezara a enfurruñarse por haber perdido. Perder un juego de ajedrez era una deshonra en la familia, de pequeña se hubiera tirado a llorar. A los veintiuno ya no lo hacía, solo fruncía el ceño y recogía todo rápido.

—El cielo se caerá pronto —bromeó Romeo—. O ha sucedido un milagro.

—Que ganaras es un anti-milagro.

—¡Qué amargada! —le dio una palmadita en la mejilla. Se veía orgulloso de su logro, jamás le había ganado a Elena—. Quiero un premio.

Elena alzó una ceja.

—¿Qué?

—Dame un beso, preciosa.

—¿Y si no quiero? —¡la sonrisa juguetona! ¿No estaba molesta? Su cambio de humor tan repentino volvería loco a cualquiera que quisiera tener todo bajo control, pero a Romeo le gustaba la incertidumbre.

—Te lo tendré que robar.

Se estiró sobre la mesa y atrapó las mejillas de Elena entre sus manos. Besó su nariz. Fue bajando a sus labios... un beso corto seguido de uno más profundo. Las mariposas habían salido del estómago de Elena, convertían su interior en un remolino de emociones capaces de romper cadenas. Sentía que todo su cuerpo vibraba con la energía que pasaba entre ellos, pequeñas explosiones.

—Romeo —gimió cuando se separaron. Tenía hambre, quería volver a experimentar sus besos, los suaves mordiscos que le daba en el labio inferior... lo quería a él—. Hasta que aparezcan los primeros rayos de sol, no me sueltes.

—¿Y después?

—Te quiero a ti.

La sentó en su regazo, dejó una mano haciendo círculos en el muslo de Elena.

—Ya soy tuyo —susurró. Inhaló el olor dulce de las fresas mezclado con el vino y su perfume. Le cosquilleaban las manos, especialmente la punta de los dedos. Culpó al vino, ¿Elena estaría siendo influenciada por la bebida?—. Si me lo permites...

—No quiero que seas solo mío —Elena dejó que su mano viajara por las facciones de Romeo, delimitando el área y bajando finalmente a su cuello. Entrelazó sus manos detrás y sonrío coqueta—. Apóyame, quiéreme, respétame. Se mi cómplice, Romeo Dalmas.

Romeo la silenció con pequeños besos formando una línea desde su mandíbula. Se perdieron en el otro, entre caricias y besos. Entre sus propios corazones sincronizados, acelerados. La temperatura iba subiendo, Elena sentía que iba a explotar. Romeo sabía hacerla estremecer de placer, gemía. Ella notaba que él se excitaba más.

La levantó y un segundo después las piernas de la chica rodeaban su cintura. Elena comenzó a reírse sobre sus labios hasta contagiarlo, una risa pegajosa que no se detendría aunque cerraran la llave que daba paso a ese mar jocoso.

—Ay, Elena... me encanta tu risa, pero a veces es un mal momento.

—¿Tanto te gustan mi boca?

—Eres una droga y lo sabes.

Elena desenlazó sus piernas y Romeo la dejó en el suelo. Dirigió los ojos a la escalera. Sabía lo que sucedería si llegaban al segundo piso con las llamas tan vivas. La última vez se habían detenido por Artemisa, y porque el baño no era el lugar de sus sueños. Ahora no estaba tan seguro de poder controlarse si Elena daba marcha atrás.

Elena se mordía el labio inferior cuando volvió a centrar su atención en ella, se frotaba los brazos y cambiaba el peso de una pierna a otra más rápido de lo normal. Entonces se dio cuenta de la temperatura real del departamento, que a él no le molestaba.

—¿Romeo? ¿Se ha fundido tu cerebro? El mío se está congelando.

—Se fundirá si seguimos así.

—Es una pena que ya sea muy tarde... me gustaría ver eso —dijo saboreando el jueguito que tenían entre manos. Subió un par de escalones—, pero tengo sueño y mañana hay que ir temprano por Artemisa.

Se pasó el pelo por el pecho antes de girar sobre sus tobillos. Los ojos de Romeo quemaban su piel, ardían. Cada molécula de oxígeno enriquece el fuego en su interior. Era una frase que habían intercambiado en más de una ocasión, ¿la primera vez que Elena la escuchó? Cuando Romeo contempló su delicado cuerpo teñirse con una capa rosada. Elena recordaba haberse sentido más que desnuda, como si todos sus secretos estuvieran siendo revelados.

—Iré por agua...

—¿Okay?

¿Así de simple acepta lo que digo? No sabía qué más pensar, por un lado agradecía saber que la ponía antes de sus deseos, pero por otro lado... anheló un poco más de resistencia, aunque fuera para terminar el juego de una manera más divertida. No cortando todo de forma tan abrupta, como Elena lo sintió.

Volteó un par de veces mientras subía las escaleras. Esperaba ver a Romeo siguiéndola atentamente, pero él nunca la miró. Hizo lo que dijo, fue por un vaso de agua y se sentó en uno de los taburetes de la cocina, con Josefo Nicolás a sus pies. Le dirigió una pequeña sonrisa, se le notaba cansado. ¿Cómo no se había dado cuenta? Una gota de culpa cayó en el estómago de Elena.

Quizá sí era muy tarde para jugar.

∞∞∞

La encontró sentada en el banco de terciopelo blanco, frente al tocador. Estaba perdida en su reflejo. En esa chica pecosa con ojos almendra y una pequeña nariz respingona, la misma con una melena rebelde un tanto enmarañada. Parecía una muñeca en su casa de juguete, solo restaba darle cuerda para que regresara a la vida. Cachó el momento cuando Elena se percató de su presencia y una amplia curva se apoderaba de la muñequita.

—¿Qué es tan divertido? —preguntó Romeo cruzando la habitación para ponerse detrás de ella. Puso sus manos en los hombros de Elena.

—Nada, nada —negó con la cabeza, la sonrisa seguía allí—. ¿Te acuerdas la primera vez que nos acostamos?

—Vaya, una pregunta muy directa.

—¿Un poco? Igual jugamos ajedrez —recordó Elena viéndolo a través del espejo.

—Y terminé bañado en malvaviscos, jarabe de chocolate y merengue —su risa llegó a los oídos de Elena como música—. Fuiste tan tímida...

Romeo besó su hombro.

—Me erizas —murmuró la chica—. Me embriagas y no te entiendo. Me nublas el pensamiento, Romeo. ¿Hicimos mal al jugar tan tarde? Hace un rato te veías cansado...

—No, tranquila. Tengo baterías para una semana si se trata de ti —giró el banquillo rotatorio, por fin tenía a Elena de frente. No soportaba hablar con el espejo—. La pregunta es si tú tienes baterías o te narro un cuento sobre las aventuras del hada de los dientes hasta que estés durmiendo —agregó recorriendo los brazos de Elena con las yemas de los dedos, invitándola con su voz seductiva a un juego que no incluía piezas negras ni blancas.

Oh... Romeo.

—Déjame besarte una última vez y te digo —respondió igualando su tono.

Puso una mano en el pecho desnudo de su novio, sobre su corazón. Elena se veía en los ojos de Romeo, una mujer enamorada derritiéndose en los brazos de su amado. ¿Cómo llegamos de nada a todo en menos treinta días? Se preguntó qué pensaría Atenea, ¿estaría feliz? Eso espero, pensó acercándose a los labios de Romeo. Los acarició con suavidad, conteniendo sus propios deseos.

—Hazlo.

Y la besó con frenesí, sintiendo que la vida se la iba en eso. A cada segundo que pasaba, Elena encontraba sus labios más embriagantes. Su mano cayó a un costado de Romeo y fue rescatada por la mano de él, sus dedos se entrelazaron con fuerza. La otra luchaba por no temblar en el firme torso del muchacho. No sabía de dónde surgía la electricidad, tampoco encontraba las ideas para unir sus pensamientos. Su mente estaba llena de fuegos artificiales y su cerebro fallaba en el intento de organizar todo.

Un segundo bastó para olvidarse del lugar donde estaban, sus sentidos solo detectaban el tacto de las manos de Romeo recorriendo cada centímetro de su cuerpo, en los músculos abultados de moviéndose cada vez que sus cuerpos entraban en contacto. Romeo acarició la curva de su espalda, haciendo que se estremeciera y gimiera.

Romeo se apartó un segundo, abrió la boca para hablar, pero nada salió. Elena lo estaba silenciando con la simple mirada.

—¿Te puedo decir algo indecoroso? —dijo encontrando su voz. Deslizó la mano por debajo del broche del sujetador.

—¡No! —respondió por la pregunta.

—Entonces te lo diré con palabras lindas —Elena sintió que los tirantes del brasier le caían por los brazos y la fina presión sobre sus pechos disminuía. Se le escapó un grito de sorpresa—. Me pones al límite, Elena Hall.

La tomó en brazos y la dejó caer en la cama. Elena se hundió entre tantas sábanas y el mullido edredón blanco que vestían el mueble. Observó a Romeo, que parecía no poder ver en otra dirección. Elena sonrió coquetona, al tiempo que se cubría los senos y cruzaba las piernas. Romeo se deslizó sobre la cama hasta quedar a su lado, sus rostros a centímetros de distancia.

—Je t'aime.

Romeo besó su nariz.

—Mi chica linda...

Elena se pegó a Romeo poniendo sus manos entre ellos, aleteó sus pestañas y susurró:

—Dilo. Di lo que sigue.

—Mi Elena Dalmas.

—Suena tan bien cuando lo dices así —Romeo besó su cuello un centenar de veces, succionando con cuidado y probando los restos de crema de avellanas que quedaba en su piel—. Probablemente habrá muchas envidiosas, primero todo ese club de admiradoras que tenías.

—Y sigo teniendo.

—¡Qué modesto! —exclamó mezclando las palabras con un pequeño gritito—. Ay, Dios. Romeo...

—¿Qué? —preguntó alzando la vista. Elena señaló debajo de él—. Ajá, eso es normal.

—No eso. Me preocuparía que me toquetearas tanto y no reaccionaras así. ¿Te gusto, pero no te atraigo sexualmente? Dios, no quiero ni imaginarlo.

—La Elena pervertida aparece, creo que ha pasado un milenio —bromeó Romeo. Elena se sonrojó—. ¿Entonces te referías a que tú estás más que semidesnuda y yo ando en pantalón?

—¡Sí, tonto!

Romeo luchó con el botón de su pantalón, pero se encontraba en una de esas situaciones donde las manos hacen cosas estúpidas que el cerebro no puede controlar. Elena negó con la cabeza e hizo lo que él no pudo hacer. Segundos después el pantalón volaba al tocador, Romeo alcanzó el único preservativo en su maleta e hizo que esperara unos instantes más.

Finalmente, cayeron a la cama de nuevo.

—Ya estamos a mano.

Romeo respondió reclamando su cuerpo con caricias, recorriendo las curvas con delicadeza y besando zonas que detonaban bombas en ella. Y ella fue explorando en cuerpo de su novio, primero con timidez que se fue convirtiendo en confianza.

Se entregaron al otro sin pensarlo dos veces, dejaron que el mundo desapareciera a su alrededor. La cama se convirtió en una nube, luego se desintegró y volaron más allá del cielo. Abandonaron la galaxia, llegaron a fundirse con el universo.

Por unos instantes fueron eternos. Infinitos. No había principio ni final. No eran dos personas, una mujer o un hombre. Simplemente eran un todo con trozos de felicidad y tristeza, con litros de esperanza y caos.

—¿Estás bien? —preguntó Romeo al verla jadeante, su respiración era muy pesada, parecía costarle respirar—. ¿Lena?

—Te has robado todo mi oxígeno.

Rodó sobre su costado derecho sin darse cuenta que estaba al borde de la cama. Soltó un grito, mientras se agarraba a lo más cercano para evitar caer. Romeo no fue un buen salvavidas. Cayeron los dos envueltos en sábanas blancas, apenas daban en el estrecho espacio que separaba el ventanal de la cama.

—¡AY!

—¡No te muevas!

—¡Eres tú la que se está moviendo! Me estás clavando el codo en las costillas.

Elena logró sentarse sin lastimar a Romeo, pero antes de poder decir algo era arrastrada de nuevo a su lado, ocupando un lugar más cómodo que un instante atrás. Romeo la rodeó con sus brazos y puso su barbilla en el hombro de Elena, quien se las ingenió para abrir la cortina con una sola mano. Los primeros rayos de luz los saludaron pintando una pequeña línea de blanco en un cielo oscuro.

—Quizá deberíamos hacer el saludo al sol —comentó Elena rompiendo el tranquilo silencio.

Romeo la miró extrañado.

—¿Hablas en serio?

Elena ahogó una carcajada y negó con la cabeza.

—¡No! Creo que perdí mi virginidad por segunda vez, necesito descansar. Nada de ejercicio por mil años...

—¿Elena?

—¿Sí? —dijo a mitad de un bostezo.

—No, nada. Duerme, aquí te cuido.

—Gracias, Ro.

Tan solo cerró los ojos y se acomodó, Elena se quedó profundamente dormida. Romeo le quitó unos mechones del rostro. Viéndola no podía evitar pensar en lo dichoso que era por haberla encontrado en un mundo tan vasto. ¡Y dos veces! Suspiró profundamente.

Un mes es mucho tiempo, pensó deseando no tener que partir. Le restaba una semana...








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